Por Antonio R. Ojeda
Como actor del grupo Teatro de los Elementos organizaba, hace unos años, una peña cultural en La Casita del Prado. Difícil fue mantener toda una programación atractiva para casi todos los domingos. Alguien me sugirió hacer un encuentro campesino.
Aquello tomó rumbos insospechables. ¡Qué buena fiesta auténticamente cubana armaba allí! Con el tiempo se fueron repitiendo los mismos cultores y poetas del pueblo. Lo pequeño del espacio no atizaba la llama de la improvisación y se repetía una y otra vez el clamor del pueblo: “Al Grande, ¿cuándo lo traerás?
Un día, en Cienfuegos, me encontré con mi amigo Alberto Vega Falcón; le conté la idea de llevar “al hombre” a sus orígenes: Cumanayagua. Tremendo lo vio, pero no imposible.
Mucho tiempo pasó. Demasiadas coordinaciones y variantes, para que aquel “Hombre Grande”, volviera otra vez a irradiar luz en su pueblo.
Y el domingo milagroso llegó. Aquel ser humano al cual llamaban ya “el último poeta”, estaba allí. cantando, improvisando, contando una y otra vez del boniato que se le trabó en el “gorgüero”, en casa de no sé quién; de las tetas de fulanita y de los libros comprados y leídos a cambio de un estómago vacío.
Obnubilado quedé yo, de ver tanta luz. Su humildad aún me guía. “Los verdaderos artistas no se creen, ni saben nada, a mí lo que me gusta es pelear gallos”, me dijo, “y vamos, Veguita, que aquí lo que hay es una partía de guajiros borrachos y comemierdas…
Nunca más volvimos a encontrarnos. Ahora, cada vez que como boniato, lo veo, tengo un gallo en una gorra, en un cuento que escribí, en un espectáculo que hice, y un loco que corre por el patio y canta lo mismo a las doce del día, que a las tres de la mañana. Él, “El Grande”, Luis, está aquí, conmigo y con todos. Él, “El Gómez”, se volvió poesía eterna.
Hoy, me lo encontré otra vez, sigue cantando desaforadamente: allí está, a la entrada de Cumanayagua, con una guitarra, un gallo y una flor en la mano, parado, sin ninguna intención de descansar, mirando fijo, la tremenda pachanga interminable que armó, a la entrada del camposanto fundado en 1920.
Tomado de: Bajo el ala de un sinsonte. La Pereza Ediciones (Miami, Fla., EE.UU., 2017). (N. del E.).