Por Nicolás Águila
Se nos encangrejó la guagua y a caminar se ha dicho. El hambre arreciaba aquel viernes santo a las tres de la tarde sin bacalao a la vizcaína (que mi abuela cocinaba con papas a la criolla), mientras yo arrastraba las botas cañeras recién estrenadas, ¿o es que eran botas rusas todoterreno, de las que te estrangulaban el pie? Llegando a la curva de la muerte, la Curva de las Cañabravas, la que tenía un puentecito estrecho justo a la mitad y luego lo quitaron porque invitaba al desastre, rompió de repente la lluvia al descampado, torrencial y traicionera. Y yo sin capa y sin paraguas —sin ti, para más inri, que ya te habías ido de mi lado, del pueblo y del país, pero no de mis sueños—, sin bacalao y sin ti y con los papeles mojados que me empapaban el alma en la cuneta de la vieja carretera de las curvas mortales, donde por la noche lloraban los muertos oscuros sin descanso y se agolpaban las almas en pena en tétrico aquelarre. Contaba la gente de mi pueblo que en ocasiones señaladas, hacia medianoche, allí mismo salía una mujer esbelta toda vestida de blanco, con una larga cabellera gris y una vela encendida en la mano. Paqueteros que eran mis paisanos.