Por Iruan L. Cordero
La tarde gritaba como un barco
con voluntad de pan.
Ella traía un sol empecinado en los labios,
y una canción de pólvora en la cintura.
Él, su ración de locura en la frente,
se quitó la camisa que alguna vez fue roja,
apoyó sus rodillas en la tierra
y desató los cabellos en los dedos del viento.
Después,
en un lugar dolido de humedad
los dos cuerpos pusieron los ojos a cantar,
en el instante justo
donde se ordenan los silencios.
Límites
Tengo tantas fronteras por delante
en la bifurcación del pensamiento
por las alas libres de mi joven musa,
que ni el Minotauro sabría salir del laberinto.
Decidí detener una hora en mi mano,
escupo en ella un tímido beso
y le golpeo la cara al viento.
¿Cuánto habré de pagar por conocer
la tristeza del que vuelve
cansado de olvidar?
Dentro de mí la noche es ala:
no impide abrazar al Minotauro
que en mi pecho llora.
El veneno no está en la memoria
sino en la orden,
en la torpe sucesión que escondía la noche.
En el atrio nunca imaginaron
la soledad
de un hombre en otro sorbo de café,
palabras silenciadas en el tiempo
y el asesino
sigue juzgando al poeta,
mientras que el Minotauro camina por la garganta,
se echa,
tal vez solo se saca las pulgas,
y descansa.