Por Pepe Sánchez

                            Que a  nuestro lado  haya  la misma mujer, el
                            mismo reloj, y que la  novela  abierta sobre la
                            mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de
                            nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal?


                                                             Julio Cortázar
                                                    (Manual de instrucciones)


Muy lejos de sí mismo, el viejo sigue comiéndose su reloj. «¡Qué estupidez! Debió empezar por las horas». Pienso, mientras lo observo desde la ventana. Pero él, como al que no le importa la mirada ajena, sin preocuparse de nada, sigue comiéndose los minutos, uno a uno.
     El banco, sobre el cual mastica el más violado espacio de las horas que inútilmente se resisten a perecer, ha sido asaltado a fondo por la bondad del árbol más cercano. Y es todo un desfile de sombras la costumbre de este atardecer, disgregando desde toda esquina el lugar selecto de cada quien.

Luego del instante de prisa, el parque de tiempo, continúa aceptando las citas en lo disímil de sus encuentros, donde ya la edad no dista de los motivos.
     Hay parejas que simulan ignorarlo, como si temieran mirar para ese lado de sus sombras. Un temor absurdo, un temor que lentamente va carcomiéndoles el trato, las voces del día, los viajes del uno al otro, hasta que descubren sus dientes a medio desnudarse; un temor que imaginas en la manera en que juntan sus manos, en los anteojos que escogen para mirar a la otra realidad. Otras no, otras parecen haberse habituado a su viejo oficio y lo miran sigilosamente en los ojos. Mientras puedan, le van cediendo sus cosas de menos valor: cierto acento inglés de la voz, la tersura de la piel en lugares que da tristeza verlos cómo regatean los minutos, el orgasmo, las estaciones de mañana, aquellos ojos perdidos en la infancia: tan audaces, tan tiernos (total, ni gusto daría comerse una hora de ellos).
     Más precavidos son los solitarios de sombra impredecible, los que se han provisto de una selva fuera de los límites de la costumbre. Ellos saben que el comedor de relojes siempre estará ahí, ocupado solamente en comerse sus minutos; y lo saludan desde lejos, mientras más lejos mejor, para no sentir el entrechocar de dientes, para no ver caer los restos de sus odios, sus amores, cada pedazo de luz de alma que va comiéndoles, antes que se haga la noche.
     Pero los que están sentados frente al viejo ya comienzan a preocuparse. Será por la posición que ocupan. A esa distancia, y frente a frente, es más difícil esquivar su sombra. Realmente no es miedo. Es más bien una especie de inquietud, cambios sutiles en la mirada, al moverse de posición, en el momento de levantarse a saludar a los recién llegados; y en algunos deberes que van dejando para después; un después que un buen día descubren de golpe, quizás al abrir una gaveta, la llave de la ducha, el libro de cabecera, o simplemente esa ventana que da hacia dentro.
     He perdido la cuenta y esta vieja sombra intrusa de mi tiempo no termina de hartarse a la par del día. Parece ―al menos a mis manos― que no tiene fin en su indiferente apetito, en la constancia con que engulle cada minuto, sin importarle la cantidad de sombras ajenas que aferran un regreso sobre el rostro que asumieran para la ocasión.
     Fastidiado, a punto de lanzarme por la ventana y quitarle su reloj y arrojarlo bien lejos (al mar), me volví nuevamente contra la soledad de los manuscritos, la novela abierta sobre la mesa, que parece humedecer ante la indefinida violencia de mis ojos. Porque ahora, como una mancha apacible, como una sombra fatigosa, este comedor de relojes está mirándome, sentado al final de la página, confiada y burlonamente mirándome.