Por Javier Feijóo

 

Mientras se sentaba en la barra de un bar de mala muerte con la mirada perdida entre las luces del demacrado recinto, escuchaba una música que sonaba al fondo, ya que era lo único que hacía la diferencia entre aquel lugar y un cementerio.
     —Es una mierda la verdad —se dijo en un momento consciente, después de analizar la melodía—.¿Por qué rebuscar mis miedos? No sé, creo que me gustan, sí, tiene que ser eso —murmuraba mientras apretaba en su bolsillo una espantosa navaja—. Es culpa de ella, me hizo un adicto a la adrenalina.
     Continuamente se le presentaba invitándolo a pecar, a realizar lo que no debía y a la vez necesitaba. Él era su artífice predilecto, sabía esculpir y dar formas caprichosas a la carne como nadie lo hacía; ella era su musa, la que movía su mano mientras realizaba su labor. Siempre con el miedo de ser capturado y llevado ante la supuesta justicia, aplicada por abogados y policías corruptos, todos unos muertos de hambre capaces de vender su alma por cuatro kilos. Cuando pensaba en esto, su mano caía con más furia en aquellos cuerpos agonizantes, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

     —Nunca me atraparán, yo soy su portavoz, el ángel de la muerte, mejor dicho, su artista; es mejor así, porque ese rollo de hombres y plumas no es lo mío.
     Todo le hacia recordar las sensaciones de placer de la noche anterior salpicada de sangre.
     —Ángeles y demonios, son puras mentiras de la iglesia, solo existen hombres pendejos que no se atreven a realizar sus sueños y otros que tienen los huevos bien puestos para hacer del mundo lo que le da la gana.
     Un silencio obligatorio provocó que saliera de sus absortos pensamientos.
     —¡No es fácil!, un apagón a esta hora, ni una jodida música se puede escuchar.
     Ya se disponía a levantarse de la barra, cuando alguien le dijo al oído:
     —Esto es por Verónica, la esposa del juez.
     Una sensación de ardor en el costado le invadió de repente, sin darle tiempo a sentir otra más profunda que lo quemaba por dentro. Una vez más, aquel alguien le habló:
     —Esta otra por su hija de 12 años que descuartizaste.
    Todo era muy rápido, no podía deleitarse bien con aquel nuevo miedo jamás experimentado. La vida se le escapaba a través de dos agujeros en el costado, mientras que un tercero no se hizo esperar, ahora más atrás, en la espalda,perforando el pulmón derecho.
     —Una de parte del juez, para que te acompañe en tu viaje.
     Esta última se sintió totalmente devastadora, el aliento se le iba rápidamente, quería disfrutar más del pánico de verse frente a ella, su musa y fuente de inspiración. La muerte ahora no movía su mano, en cambio, le abría las puertas del Purgatorio para recibirlo por toda la eternidad. Jadeando por la falta de oxígeno, pidió un último deseo que le fue concedido ipso facto. Su hábil mano movió la navaja de su bolsillo hacia la garganta de su asesino con una maestría sin igual, sintiendo con júbilo y satisfacción un líquido tibio que le bañó la cara completamente.
     —¡Gracias, mi diosa! —murmuró para sus adentros mientras caía encima del otro cuerpo sin vida, saboreando el placer de unos de los temores más antiguos de la humanidad: el miedo a morir.