Por Nicolás Águila

 

“No soy un ateniense, ni un griego, sino un ciudadano del mundo”, dijo Sócrates antes de empinarse la cicuta. O eso dicen que dijo. El filósofo de la mayéutica oral no nos dejó nada escrito, y fue Platón quien se encargó de ponérselo en blanco y negro.
     Solo que el mundo de Sócrates no era más que un pañuelo y se limitaba al Mediterráneo helénico o helenizado. El resto eran tierras habitadas por tribus bárbaras ajenas a la civilización. Su universo era realmente un kleenex.
     Lo cual no quita que la frase tan redicha del primer gran filósofo de la antigua Grecia, por su cómoda rotundidad, les haya servido de eslogan y banderín de enganche a los cosmopolitas del turismo de llega y vira, incluyendo a muchos de mis paisanos que posan de taínos con levita o se las dan de siboneyes sin fronteras.
     Pero óyeme bien, my little Indian boy: no basta con afirmar, desde la suficiencia socrática, que no eres cubano ni habanero, villareño o camagüeyano, sino todo un ciudadano del mundo, en la onda poscubana y postalita. Pues eso de ser cosmopolita y universal suena un tanto pretencioso y al final se queda en el provinciano trotamundos que va soltando los ariques por el camino real.

     Cierto que el mundo ya no es tan mundial como lo pinta el mapamundi. Máxime ahora que este valle de lágrimas se nos ha convertido en la tan llevada y traída aldea global (que a veces no pasa de ser un globo aldeano). Así que ándate con cuidado y no te pierdas por entre el rudo manigual, porque donde y cuando menos te lo esperes te salta la jutía conga y se te sale por defecto el guajiro macho que uno lleva dentro.