Por Ana L. López

 

Hay noches en que despierto despavorida gritando: ¡maldito, maldito! Y al cabo de unos segundos enciendo la luz y me pregunto, a quién se lo dije. No recuerdo nada del sueño, o quizás no fue un sueño sino la realidad sucia y terca que me acecha, que se aglomera en forma de gritos o alucinaciones. Maldito puede ser un préstamo bancario, un revendedor de pan, un día de lluvia intensa; maldito puede ser ese que te sonríe a diente pelado y que crees conocer, maldito suele ser el chicharrón que te rompe el diente, pero más lo es el deseo de comerte el chicharrón y no tener un centavo. Maldita es la necesidad, la culpa, la ansiedad, las enfermedades, la envidia; maldito es ese momento en que despierto sola sin un abrazo en medio de la noche. Al encender la luz y detener mis pensamientos negativos, digo, si no soy capaz de colgar los guantes entonces trataré de verle el color a la rosa, porque de espinas ya tengo marcas. Me quedo fija en un punto inexistente en la pared y sonrío; bendito sea mi despertar, digo, benditos sean los besos robados, benditos sean los locos que lanzan música y letras, la sonrisa de un niño, bendito sean los colores, la sal, bendito sean los abrazos sinceros, el te extraño, la llamada inesperada, la medicina, benditos sean los buenos corazones, bendita la persona que vence su ego, la fuerza para mantenerse en pie en este convulso milenio;

bendito eres tú que me lees y me dices en silencio no estás sola. Al volver de mis pensamientos a la madrugada fría, sedienta, me levanto y con el vaso entre los dedos suelto en voz alta: bendita sea el agua, mis ojos y mi boca, que si alguien entre sus sueños me maldice yo siga calmando mi propia sed.