Por Manuel A. García

Me acosté dos horas antes de lo normal con la esperanza de conseguirlo, sin embargo, todo parecía interferir una vez más; el chirriar del oxidado ventilador; el perturbante sonido de los muelles de la cama; incluso hasta el placentero dormir de Ana que parecía tener la más bella evocación. Todo me molestaba, era una clara señal del principio de otra noche de desespero, de insomnio. Así comenzaban. Primero, la molestia en todo sonido cercano, como si cada objeto que lo emitiese gritara en mis oídos su particular discurso. Luego la incomodidad en los ojos; arden y dejan de hacerlo; pesan y no se cierran; vuelven a arder. Una continua procesión cíclica que acaba siendo una terrible agonía.
     Antes de que pudiese empeorar la situación apagué el ventilador y me quedé fuera de la cama. El plácido respirar de mi mujer (reconocible por su ronroneo nasal), más el deambular de los vehículos fuera, hacían del silencio una meta inalcanzable. Pero ya tenía mis mañas y costumbres. En noches similares el cansancio es una buena carta a mi favor, un par de tandas de cuarenta cuclillas y otra de cincuenta planchas me hacía sordo y me tumbaba. Claro, el resultado de estos ejercicios no se verían al momento, sino luego, después de un baño refrescante, doblando el número de posibilidades de caer noqueado si hago el amor con cierto salvajismo.

     Salí desnudo del baño con la esperanza de ir bien encaminado hacia otra planeada y lograda victoria. Llené a Ana de besos y caricias pero ella estaba perdida en su sueño. La toque por aquí y por allá. Nada. Su profundo dormir era para envidiar. Yacía en una impresionante posición: su brazo derecho estaba ahogado bajo su espalda; el izquierdo colgaba fuera de la cama; sus piernas en forma de x sobre su almohada totalmente fuera de lugar; y su cabeza, boquiabierta, dormía en diagonal sobre su hombro. Debo confesar que me llegué a molestar un poco con su imposible forma de descansar. Rendí el intento sexual y fui a la sala. Me senté en el sofá, me acomodé luego, dejé de sentir algunos ruidos, pero aún el silencio no era puro, otras audibles molestias se unían a su suprema causa: no dejarme pegar ojo. Me levanté de sopetón y con una pasiva furia desconecté el refrigerador, apagué la luz fría de la cocina, y volví a mi posición inicial.
     Desde aquí tenía otra salida: descolgar el teléfono. Mi amigo me coge el teléfono después de media hora de llamadas constantes. Tras describirle mi problema, como algunas veces anteriores, con el fin del mismo buen consejo, mi amigo, algo enojado, me dijo con voz hastiada que ignorara al insomnio como se rechazan a las personas que insisten en joderte el sueño. Tomo aquello como otro mandamiento escrito en piedra y volví a la cama junto a Ana, la cual permanecía en su fatal postura como quien estrangula sus extremidades y le haya sumo deleite al acto. Me recosté al espaldar e intenté no pensar en que no podía dormir. Me puse cómodo y sin mover un músculo idealicé quedarme dormido en cualquier momento. Más no ocurría y volvía la agonía a mis ardientes ojos, el pesar en mi pecho y la impotencia.
     Desprovisto de esperanzas, vencido por la desilusión constante, una idea tan desvelada como yo me toma por sorpresa. Dicho fenómeno me sugería lo que en otro momento podría llegar a ser cosa de locos, pero justo en aquel instante ese plan abstracto era merecedor de todo tipo de honores entre insomnes. Abrí los muslos de Ana, metí mi pierna derecha hasta la mitad, con mis manos ayudé a mi pierna izquierda a entrar, luego me impulsé dentro por completo.
     Ana solo gimió.
    Como lo imaginé: cálido, de un silencio que pesa en los sentidos, excepto por los latidos constantes que apenas se escuchaban allí, sin embargo esa monotonía en ellos proporcionaba un estado mental sublime. Pero no podía tirarme allí sin más, necesitaba mi almohada, por lo que salí a por ella y volví a entrar dejando, inteligentemente, la entrada entreabierta para que la luz de la lámpara de mesa entrase y fuese mi guía de regreso.
     Todo a mi frente era de un negro absoluto, de esos en los que no sabes si tienes los ojos cerrados o abiertos. Era perfecto. Para no perder rumbo caminé palpando el rugoso límite a mi lado. Unos cuantos pasos lejos de la tenue luz de la entrada todo se hacía un tanto más húmedo, pero no menos dispuesto o listo para mi fin. Un largo bostezo fue la señal, los primeros síntomas del añorado descanso comenzaron a hacerse presentes; me pesaba el cuerpo, era como sostener una tonelada de plomo en la espalda; se me estiraban los músculos en total libertad; mis ojos desfallecían en la oscuridad. ¿Quién iba a pensar que encontraría mi total sosiego dentro de otra persona?
     Bajo el régimen de aquella calma dejé caer la almohada y en posición fetal procuré dormir profundamente en el húmedo y cálido suelo. Y lo hubiese logrado a no ser por un líquido que mojó mis pies de repente. Levanté mi cabeza como cualquier somnoliento que espera ver lo que le molesta, en aquel agradable letargo había olvidado la oscuridad. Entonces lo palpé, era medio espeso. Lo pasé frente a mi nariz, inodoro también. Atontado, recogí la almohada y me moví un tanto más cerca de la entrada; volví a bostezar; volví a acostarme.
     Definitivamente hubiese logrado dormirme, mas todo se estremeció de un momento a otro. Lo que en otro lugar se hubiese llamado terremoto me quitó de tajo la somnolencia. Entonces pude oír un sonido acercase desde el fondo. El estrépito, como el rugir de cien puertas oxidadas cerrándose, me traspasó. No era nada agradable lo que se avecinaba.
     Dejé la almohada atrás. Caminé a la entrada sin prisa, como si todo hubiese sido un aviso. Pronto mis pies se bañaron esta los tobillos y el miedo subió a mi garganta. Todo fue rápido. Para cuando decidí correr ya el líquido había llegado a mi cintura; entorpecía mi camino haciéndome retroceder. La luz se alejaba de mí y me dejaba con la oscura sensación de un final fatal. El líquido me cubre por completo. Hace olas encima de mi cuerpo. Me arrastra con fuerza, me suelta y logro subir a tomar aire. Intento nadar. No puedo. Las olas me vuelven a sumergir con más fuerza todavía. Así se libra una batalla sin igual entre las olas y yo, la cual sentí perder cuando el espesor dejó sin fuerzas mis brazos y piernas. La eminente posibilidad de una muerte absurda me apretó el pecho. Llega ese momento donde aguantar la respiración es algo agónico. Era momento de relajarse y pensar, en pocos segundos, el resumen de los años vividos mientras la corriente hace de ti un nudo. Y lo hubiese logrado a no ser por la imagen de Ana entre cristalinas gotas de sudor. Fue todo solo un sueño, ella me miraba con cara de serlo. Al parecer nunca entré en ella completamente, me había dormido solo con mis piernas dentro.


Con esta obra el autor obtuvo el Premio Colateral Rutas Ascendentes en el género de cuento para adultos, en la X Edición del Concurso Literario Nacional “Benigno Vázquez Rodríguez”.  Los Arabos, Matanzas, 2022. (N. del E.)