Por Sandra Bustos
La ciudad está triste y desolada. Es de madrugada y solo me acompaña un gato que, noctámbulo como yo, deambula entre las sombras. Camino las mismas calles de siempre. Se ven sucias y despintadas, corroídas por un tiempo implacable que ha ido dejando huellas a su mezquino paso. De pronto el mural, aquel que alguien hizo y tiene casi mi misma edad. Me llamaba tanto la atención cuando yo era una niña. Intentaba descubrir la vida detrás de los barcos y las casas junto al mar. Sin embargo, dos heridas brotaban en medio de la pintura. Quedé petrificada. Dos enormes tubos totalmente desgastados sobresalían de aquella emblemática obra, dando paso a una realidad que ahora se anteponía a la fantasía.
Aquella pared olía mal, siempre fue así desde que lo recuerdo. Había sido convertida en el baño ocasional de cuanto deambulante nocturno, ya sea humano o animal, se le antojara desahogar sus aguas interiores. El piso siempre sucio, con restos de comida y cuanta cosa pudiera caer en una acera que no había sido limpiada a consciencia por décadas. Lo único realmente hermoso de ese paraje lo era mirar aquellos barcos en el mar, una vida que existía, pero que, al verla allí, era un aliento, un suspiro, como si la belleza del arte pudiera transformar tu día.
Continué caminando mientras pensaba que un pintor regaló algo hermoso dónde nadie lo valoró. Daba totalmente esa idea. Qué maravilloso hubiera sido una simple intervención, una acera limpia y cuidada, una cinta que delimitara la pared, que hiciera conciencia de que allí había una obra de arte. Nadie la veía como una obra de arte; para muchos era solo eso: una pared, una pintura en una acera sucia y maloliente. Definitivamente un regalo de valor estético donde solo podría ser visible y apreciado por unos pocos que tenían la extraña suerte de estremecerse ante un mínimo de arte.
No podían salir de mi mente aquellas heridas que dejaban descubiertos los tubos corroídos. Pero era parte de la vida y de la realidad. Detrás de una obra que un artista regala, no siempre hay elevación y cultura. Muchas veces, como tubos corroídos, aparece la destrucción. Detrás de horas de empeño, sueños, manos cansadas pero sedientas de ofrecer arte; otras manos sedientas de impurezas, impías, podían destruir, se sentían con el derecho a destruir, a deshonrar. Recordé otros sucesos que corrieron con una suerte similar, de manos impuras que, haciendo gala de una fatídica incultura, hicieron naufragar obras en tristes historias. Me identifiqué con el pintor, con su dolor. Entonces lo imaginé sonriendo desde otra dimensión.
Aquella pared que miraba desde niña nunca será igual, pero me enseñó que una cosa es crear, soñar el arte, hacerla, y otra muy distinta son los tubos corroídos que van por dentro de ese edificio. Debemos convivir con lo que da señales de que no sirve ya, que es fétido, inservible. No existe el perdón para quien profana una obra, pero eso lo saben en El Louvre; no detrás de la pared de un simple lugar perdido en el mapa, no detrás de la pared de mis sueños de infancia, aquella que me enseñó a soñar con sus barcos y casas junto al mar y hoy, de adulta, me obliga a ver otra realidad, esa que habita por debajo y que siempre va a estar dispuesta a salir fétida y voraz, a destruir.
Llego a mi destino caminando entre adoquines rotos. El gato negro vuelve a cruzar junto a mí. La vida sigue, no se detiene. Esa noche llamó mi atención aquellas heridas que no serán curadas, pero mañana será otro día, otras realidades y otros tubos corroídos, que con el paso del tiempo irán captando mi mirada. No puedo ser capaz de devolver el arte a su estado original: solo puedo regalar una flor a aquel recuerdo y así continuar con el jardín que hoy adorna ya mi alma cansada que, en sus ojos de niña, tuvo la fortuna del regalo de una pared con barcos para soñar.