Por Sandra M. Busto
El lirio es la flor que prefiero en mi jardín, es un Eros que perfuma y refresca mi entorno. La naturaleza tiene sutiles maneras de mostrar una y otra vez el acto de creación y, en él, es una delicia descubrirlo. Sé el momento exacto en que va a florecer por ese tono verde, perfecto, con que viste sus hojas. Parece como si sus brazos y piernas tensaran músculos. Con las primeras gotas de lluvia fresca que le ofrece esa dama traviesa que es la primavera, renace fortalecido para vestirle sus mejores galas.
Luego yergue viril, cual símbolo fálico, un tallo que culmina su ciclo cuando abre la puntiaguda cápsula. Justo cuando el sol se acuesta en el horizonte y deja brillar las estrellas en los ojos de la Luna, nos lega el eterno símbolo blanco de creación convertido en flor que, con sus pétalos, endulza la brisa. Nada como la complicidad de la noche con el aroma de los lirios, la escena perfecta.
Y son esas miradas curiosas que pasan tantas veces y le admiran, o le roban su flor para quedarse un rato acariciando la divinidad que despierta a los sentidos femeninos el roce de un pistilo. Es el ciclo de vida, el regalo de ser una partícula más, otra ilusión efímera de este mundo de sensaciones que conforman lo que llamamos existencia.
Agradezco al lirio que perfuma mi jardín. No me canso de admirarlo y de regar su raíz, para que siempre florezca en su continuo acto de dar y regalar, en sus blancos pétalos, una esperanza de nueva vida.