Por María A. Santovenia

El vestido de flecos se balancea al compás de su cuerpo, al compás de la música grabada. Kiara baila con energía, como si el suelo estuviera cubierto de fuego y sus pasos marcaran la evasión de las llamas. El dorado de sus ropas brilla con las luces de la terraza del crucero, sin embargo, cuando ella lo mira y mira sus joyas, resplandecientes también, no culpa a las luces artificiales, sino a las estrellas. Siente el sudor correr por su espalda, por su frente, pero el desenfreno del baile es más importante. No, es esencial.
     Adán agita el líquido color ámbar antes de llevar la copa a sus labios. Permanece recostado a la baranda, con el mar detrás. Hay personas a su alrededor, pero es lógico, natural.

¿Quién no querría congraciarse con el alcalde? Él no tiene ojos para las personas que quieren sus favores, solo para la mujer que baila y mece los flecos dorados de su vestido. También para el mar. A veces se permite desviar la mirada hacia la manta oscura que los envuelve y los mece. Fascinante, sí. Pero de un infinto aterrador, hogar de cientos de criaturas aún desconocidas.
     El sonido de los aplausos lo saca de su embeleso. Sus ojos regresan a la mujer quien también lo mira. Comienza a sonar por los altavoces una música suave. Ya no es grabada, sino cantada en el escenario por otra mujer, quizás de la edad de Kiara. Ella lo llama con solo un gesto de las cejas. Adán se disculpa con las personas y deja la copa de licor en una mesa. Ella le sonríe al verlo llegar y pone las manos alrededor de su cuello, él presiona su cintura y le da un beso que demoras varias estrofas.
     ―¿Por qué te demoraste tanto en venir? Tenemos que aprovechar esta noche, ya es la última.
     ―Sabes que tengo deberes que no puedo apartar.
     ―Yo soy tu esposa, soy la que debería recibir toda tu atención. Y más en este crucero romántico, con la música romántica y la noche romántica.
     ―El ambiente es muy bonito.
     ―Cuando me casé contigo sabía lo que iba a pasar, así que te avergüences de hacer tus deberes. ―Kiara acerca los labios al oído de Adán―. Cuando termines te estaré esperando en el camarote.
     La canción termina con sus palabras y el lugar se vuelve a sumir en aplausos. Él le da un beso en la frente a Kiara antes de partir otra vez hacia el grupo de personas. Ella mira al escenario. Una mujer agradece las ovaciones con una sonrisa y abandona el lugar. Se dirige a la barra y pide una bebida. Kiara se da cuenta de que es una buena idea y camina hasta allí. Pone los codos sobre la superficie y ordena la bebida más rimbombante y dulce.
     La cantante la observa mientras espera la suya. Se detiene en los flecos dorados de su vestido, en cómo resplandecen con la luz de las estrellas.
     ―Kiara, la esposa del alcalde ―dice la cantante y Kiara desvía su atención hacia ella―. Isadora ―le tiende la mano.
     ―Eso fue a lo que siempre le tuve miedo. Nunca es Adán, el esposo de Kiara; sino Kiara, la esposa del alcalde. Solo un accesorio más.
     ―Lo siento, no quise ofenderte.
     Kiara se encoge de hombros.
     ―Ya me he acostumbrado, es un pequeño precio a pagar.
     Isadora le regala una sonrisa tímida y se detiene en la copa gigantesca y rosada, repleta de flores y guirnaldas, que el cantinero le trae a Kiara. Se apodera de la pajilla y comienza a tomar. Ambas mujeres se ríen hipnotizadas por el alcohol que va y viene en la forma de nubes de arco iris y sabores paradisíacos. Deciden marcharse, pues Adán continúa rodeado de otros e Isadora no volverá a cantar.
     Corren por los pasillos del crucero, sin importarles el escándalo o las miradas acusadoras. Descienden por todas las plantas, la cantante guiada por Kiara, hasta que ya no hay nadie más que ellas. Llegan hasta una parte casi oculta del crucero. Isadora abre una puerta y el viento golpea el rostro de Kiara. Ella observa las aguas extenderse en todas direcciones y se siente como en casa.
     ―Canta para mí ―la frase de Kiara parece casi una súplica.
    Isadora sonríe y comienza a entonar una melodía suave, que combinada con el olor del mar abierto y el sonido de las aguas hacen el perfecto canto oceánico, casi hipnótico. Cuando termina, Kiara aplaude suavemente y sus brazaletes se mueven al compás de las palmadas.
     ―Tu voz es hermosa.
     ―Gracias.
     ―Es como si fuera parte del océano ―Isadora pestañea varias veces y Kiara se pone de pie.
     Se quita su vestido de flecos y le tiende la mano a la cantante.
     ―¿Qué haces?
     ―No me voy a meter al agua con este vestido tan caro.
     ―No, quiero decir, ¿no te da miedo nadar en el agua tan profunda? Nadie sabe lo que hay allá abajo.
     Kiara deja escapar una risa casi histérica.
     ―Los monstruos no existen, vamos, no perdamos más tiempo.
     Ambas se quedan en ropa interior. Kiara salta primero y desaparece bajo la superficie. Emerge segundos después, con el cabello pegado al rostro. Isadora la imita y se acercan en el agua. Tiembla, y Kiara sonríe.
     ―No sé si podré nadar. El agua debe estar demasiado fría ―pregunta Isadora.
     Kiara se encoge de hombros y se acerca más a ella.
     ―Al principio sí, pero ya nos acostumbraremos al frío. Te dije que no existían los monstruos ¿Ves a alguno?
     Isadora niega y Kiara se acerca más.
     ―¿Y ahora?
     Niega otra vez.
     ―¿Y ahora?
     La luz de las estrellas ilumina el rostro de Kiara, e Isadora puede ver el resplandor de escamas plateadas en toda su piel. La esposa de alcalde sonríe y revela un juego de colmillos. Isadora grita, pero en aquel desierto marino nadie puede escucharla. Su voz no es tan melodiosa ahora.
     Kiara la agarra por los hombros y se hunde con ella, se hunde hacia el infinito aterrador.

 

Con este cuento, la autora obtuvo el Segundo Lugar en narrativa en el Encuentro-Debate 2022 del municipio de Marianao, La Habana. (N. del E.