Por Lidia Hernández
Los huesos llevaban días diciéndole a Paco que la lluvia estaba por desbordar la montaña, pero, para estar seguro, esperó por el tintineo completito del esqueleto.
Bajar al caserío por la hija y el nieto demandaba premura. La inesperada muerte del yerno los había dejado solos entre los pescadores, pero enamorados del mar, aplazaban una y otra vez el regreso a la sierra.
Cuando Paco dio cobijo a los animales, hundió las herraduras en el fangal. Entonces todo fue bajar y resbalar, alumbrado por las centellas. No sé quién tuvo más coraje, si él o su yegua. ¡Bendita percherona! Solo puedo decirle que cuando amainó, la hija y el nieto estaban en la loma.
En menos de una semana, la hija floreció, su tonada se escuchaba antes de arribar a las talanqueras, pero al pequeño Guancho le costó lo suyo.
No más amanecía se iba al patio a buscar el mar. Cualquier objeto puntiagudo le servía para abrir el hueco por donde esperaba encontrarlo. El bijirita echaba en falta el cuchicheo del viento contra los tablones de su cabaña, las olas columpiando su hamaca, la compañía fiel de la arena hacedora de milagros. El día que a Paco se le ocurrió llevarlo al arroyo, para aplacar su nostalgia, se convirtió en biajaca, y el torrente se le hizo poza chica. Fue entonces que posó su mirada, en cosas que nadie veía:
—Abuelo, hace mucho que no llueve.
—Abuelo, ya no veo a los tomeguines entre las ramas.
—Abuelo, no siento el cuchicheo del agua bajo mis pies.
Pero…, quién iba a darle crédito a un vejigo que había nacido frente al mar.
Descalzo, con un palo en la mano, se iba a mirar las hojas de los árboles, a escuchar el goteo de sus raíces. Su piel cambió el olor del mar, por el de la hierba húmeda; la mirada de pez se trasformó en la de pájaro, el pelo de algas, en puro maíz.
El día que regresó con el desastre en la mirada augurando la sequía, tampoco lo tomamos en serio. El río aún estaba con nosotros, pero cuando la corriente se fue a aliviar las entrañas de la tierra, todos recordamos las palabras del niño que había nacido frente al mar, y fuimos por él.
A la sazón nos habló del agua almacenada en los colgantes de las cuevas, pero esta también se agotó. Nuestra única esperanza era que el agua repicara nuevamente en la planta de sus pies, como alguna vez repicó la del mar. Pero de la tierra, Guancho solo recibía dolor, aunque nos convenció que volvería a escuchar de su contento.
El contento de la tierra tardó, tardó tanto que desfallecidos sacrificamos los animales con quienes habíamos compartido el lloro de los colgantes y el rocío, para beber. Entonces Guancho volvió a herir las plantas de sus pies en el diente de perro.
Esa vez se fue al norte, escudriñó en lagunas y ríos secos. Hundió su cuerpo en las ciénagas, olió cada guijarro, se tendió en la tierra por horas a buscar el último camino de la lluvia.
La tierra se agrietó, el calor se hizo insoportable. Los habitantes de la sierra, sin ponernos de acuerdo, pasábamos más y más tiempo en las cuevas, recostados a sus paredes, buscando la humedad de sus suelos, lamiendo sus colgantes.
El día que el fuego llegó al bosque las mujeres corrieron loma abajo y los hombres fuimos a contenerlo, pero solo nos quedó echar tierra, mucha tierra sobre las heridas abiertas de los árboles.
Para los ancianos, el incendio había sido un aviso. Algo teníamos que hacer. Esa noche, cubiertos de hollín y polvo, esperamos bajo las estrellas. Al amanecer Guancho, flacucho, con el color de la tierra habitando su piel, estaba parado frente a nosotros.
Un hilillo, apenas un hilillo se había escurrido de la roca y humedecido la planta de sus pies, para después saltar como surtidor dentro de su boca.
Del libro Sitio de mariposas (Editorial José Martí).