Por Jorge L. Lanza
No son pocos los críticos que han definido el cine como una forma de poesía, cuyas imágenes develan los más insospechados significados que emanan del espíritu creativo de los cineastas, empeñados en retratar sus realidades y representar las complejidades de la existencia humana, a través de metáforas fílmicas que indagan en los conflictos más agudos del ser humano.
Para el cineasta francés Abel Gance, “no son las imágenes las que hacen un filme, sino el alma de las imágenes”. Esta frase sacada así de su contexto aparentemente no tenga mucha relación con el presente texto; pero, sin lugar a dudas, reafirma la condición poética del cine no solo por la magia de sus imágenes, de los recursos del cine como lenguaje, sino por su naturaleza poética.
Teorizar sobre dicha naturaleza y condición de las imágenes en movimiento no son los motivos que me han inspirado a escribir este texto, sino compartir determinadas reflexiones sobre el documental El hombre que mató a John Wayne (2015), codirigido por Bruno Laet Zecchin de Souza y Diologo Oliveira, coguionistas y exalumnos del cineasta brasileño Ruy Guerra, estrenado en la más reciente edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.
Para Jean Cocteau, “una película es una escritura en imágenes”; aunque Alexandre Arnoux considere que “el cine es un lenguaje de imágenes con su vocabulario, su sintaxis, sus flexiones, sus elipsis, sus convenciones y su gramática”; Jean Epstein ve en él a “la lengua universal”, y Luis Delluc afirma que “un buen film es un buen teorema”.1
El cine no es solamente el arte del siglo XX, sino una poderosa industria capaz de generar en estos tiempos cuantiosas ganancias, sobre todo a partir del tránsito de la era analógica a la era digital. En ese sentido, las diferencias contextuales en cuanto al soporte fílmico son abismales.
Cuando nos referimos a la obra de cineastas como Eliseo Subiela; los cubanos Humberto Solás y Fernando Pérez, Lucrecia Martel, Carlos Reygadas; los brasileños Héctor Babenco, Glauber Rocha y en especial Ruy Guerra hemos utilizado el término cine de autor acuñado por el teórico francés André Bazin para demostrar el nexo existente entre cine y literatura, entre poesía e imágenes fílmicas, cuando pretendemos expresar que el cineasta, al igual que el escritor, es un autor con sus preocupaciones estéticas propias y una personal forma de expresarse, de sustentar un pensamiento crítico a través de sus filmes.
En el caso de Ruy Guerra, realizador de filmes como Los inescrupulosos (1962), Los fusiles (1964), los cuales lo situarían como uno de los exponentes del Cinema Novo Brasileño; La opera del malandro (1986), obra de gran trascendencia en su filmografía y reconocida por la crítica y el público, basada en una pieza musical de su colaborador y amigo Chico Buarque; Fábula de la bella palomera, inspirada en un texto del escritor y Premio Nobel Gabriel García Márquez, entre otras que lo ubican entre los más grandes cineastas de la región, reconocido fuera de las fronteras de esta.
Si un filme despertó aquellas primeras fantasías eróticas en mi juventud fue Fabula de una bella palomera. Más allá de esas experiencias vivenciales en mi descubrimiento de este referente fílmico, lo esencial ha sido ese primer encuentro con el misterio insondable de su poética fílmica, y con su extraordinaria capacidad para interpretar a García Márquez, su virtuosismo en trasladar las metáforas graciamarquianas al texto fílmico, pues la transposición de las metáforas literarias a las fílmicas suele ser compleja: un misterio inherente a la creación cinematográfica. Precisamente ha sido el cineasta Ruy Guerra quien mejor ha adaptado los textos literarios del célebre escritor colombiano.
Aún conservo en mi memoria imágenes de ese mediometraje tan poético e irreverente en la manera de narrar una historia de amor sin caer en lo trivial y los lugares comunes, con un desenlace impredecible.
Retomando el documental El hombre que mató a Jhon Wayne, indiscutiblemente uno de sus principales méritos en el plano estético ha sido su extraordinaria capacidad para establecer rupturas con las fronteras del cine documental, transitando al terreno de la ficción, a partir de la recopilación de fragmentos de entrevistas al cineasta, en las cuales expone sin prejuicios sus puntos de vista sobre el tema, fragmentos de sus filmes más memorables, pero desde una concepción poética plasmada en un guion escrito con una honestidad intelectual que devela su concepción certera del cine como arte y manipulación de la realidad a través de los recursos expresivos del montaje y la edición.
Me sería muy difícil transcribir ideas exactas extraídas del documental sobre la relación del cine con la representación de la realidad. En otro articulo tal vez me sea posible profundizar en esta arista tan interesante, pues deviene la tesis fundamental que sostiene el documental, entre otras preocupaciones estéticas que develan el misterio sublime que implica el cine como arte y lenguaje para Ruy Guerra; y no solo en el plano estético, sino también su visión del cine como herramienta de denuncia y compromiso con su sociedad y la realidad de su tiempo, esencias que según la óptica del cineasta Tomás Gutiérrez Alea determinan su envejecimiento o evidente actualidad.
Según Tomás Gutiérrez Alea, cuando su filme Memorias del subdesarrollo haya envejecido, es decir, que las problemáticas que motivaron su realización hayan sido solucionadas, entonces este habrá envejecido, para permanecer como testimonio de un momento histórico de la nación.
De una manera otra con el cine de Ruy Guerra sucede de manera similar: he ahí la universalidad de sus temas, incluso su amistad con Tomás Gutiérrez Alea y Fernando Birri, figuras claves en la configuración de la estética del llamado Nuevo Cine Latinoamericano que refuerzan esta tesis.
En dicho documental el mismo Gabriel García Márquez hizo alusión de manera reflexiva que su cinematografía se sustentaba en ese compromiso con la realidad de sus pueblos, refiriéndose a las naciones latinoamericanas, pero sin descuidar la perspectiva estética, pues la relación indisoluble entre forma y contenido resulta de vital importancia para el análisis de esta arista del cineasta, tal como se aprecia en la filmografía de cineastas con estéticas tan diferentes como el documentalista cubano Santiago Álvarez, el argentino Fernando Pino Solanas, el brasileño Glauber Rocha y otros que han logrado articular ese tenso equilibrio entre cine y poesía, a partir de un impostergable compromiso político con las realidades del Tercer Mundo tan actual como sus iconoclastas filmes.
(1) Marcel Martin: El lenguaje del cine. Editorial Gedisa, Barcelona, abril, 2002 (p. 21).