Por Amador Hernández
El profesor de Literatura Fernández del Monte jamás se había leído la célebre novela de Cervantes. No lo hizo cuando era estudiante del Instituto Superior Pedagógico mucho menos le dedicó ningún tiempo en los cursos de posgrado ni en los más de cuarenta años que ha ejercido como docente. “Es muy larga y tediosa, no estoy para caerle detrás a ese esperpento más loco que una cabra”, se justificaba siempre ante sus condiscípulos, me basta con lo que de ella se dice en los prólogos de sus ediciones; que se vayan al infierno mismo el gordo papanatas con su burro incluido y el viejo ese que está para camisa de fuerzas. Al cipote Cervantes con su novela ladrillo.
Y paradojas de la vida, en cada curso escolar el profesor Del Monte disertaba cada vez mejor sobre la fabulación cervantina al punto de dejar boquiabiertos a sus estudiantes y de ser invitado a coloquios municipales sobre la narrativa de don Miguel y la vigencia de quien sigue siendo considerado el primer héroe moderno de la literatura en lengua castellana. Verdad que él aportaba poco a la crítica, durante su intervención mencionaba constantemente a tal o más cual sagaz estudioso de la obra del insigne español y ante el notable conocimiento demostrado en su verborrea, el público presente hacía leves exclamaciones de admiración.
Recuerdo aquella clase en tiempos del Instituto donde él debía evaluarse mediante una exposición acerca de los personajes de la novela. Al fondo del aula, sentada a todo lo ancho de la silla, la decana de la Facultad visitaba, con oídos y ojos atentos, la clase-encuentro. Demás está decir que Fernández del Monte y la profesora estaban nerviosísimos, pues la decana tenía fama de “mala leche”, razón por lo que muchos la apodaban El Cuajo. Pero, como antes circunstancias difíciles Dios siempre te da un aventón, Del Monte recordó que un reconocido profesor de la universidad de Buenos Aires había declarado, minutos antes de morir, que se había pasado su condenada vida afirmándoles a sus alumnos que El ingeniosos hidalgo don Quijote de la Mancha era la mejor novela escrita en lengua castellana, cuando realmente pensaba todo lo contrario. Pues se valió el colega de esa confesión casi mortuoria para rebatir con argumentos contundentes lo dicho por el gaucho pedagogo, y no solo caracterizó genialmente a los protagonistas, sino que comparó al Quijote con el comandante Guevara y aseveró que el guerrillero era la resurrección del héroe manchego en la revolución cubana. Todos, asombrados; la decana lo felicitó y expuso que él representaba al profesor encantador que estamos necesitando en la escuela cubana de estos tiempos. La profe, con voz apenas perceptible al oído humano, le otorgó la nota más alta. Cuando la visitante hubo de marcharse, la profesora le gritó en medio del aula: “¡Usted no es más que un lector de prólogos, verborreico y oportunista!” Fernández del Monte estuvo riéndose de buena gana por mucho rato.
Mas, el colega, con más de sesenta años de vida, me confesó, a raíz del eslogan “quédate en casa”, que aprovecharía la cuarentena para leerse de una buena vez el famoso libro del novelista complutense alcalaíno para comprobar si aquel catedrático argentino tenía razón o no. Como apenas salgo a la calle, ninguna noticia había tenido del compañero de aulas, exiliado por muchos meses ―junto con su familia― a cal y canto en su propio hogar debido a una psicosis colectiva, hasta aquella madrugada cuando sentí un timbrazo en toda mi vivienda. Frente a la puerta estaba nada más y nada menos que Fernández del Monte.
“Necesito que me acompañes a cazar al enemigo, no hay tiempo que perder”. “¿Enemigo? ¿Qué enemigo?”, le pregunté medio dormido y seguro de que su presencia no era más que una broma fuera de horario. “El más peligroso de todos los que han existido, el asesino en serie que está asolando el pueblo”, me susurró casi al oído. Y para que evidenciara que la cosa iba en serio, me mostró el viejo florete del teacher, el cual había guardado por años después del susto del profe de inglés la noche en que fue a pedir la mano de su novia el mismo día que ella cumplía sus quince. El padre, alterado entonces por los rones, lo había echado de la casa y ante tal ofensa el teacher se había presentado de nuevo ante el progenitor de su Dulcinea con el florete de un abuelo ―esgrimista en su juventud― para retar a combate al padre cascarrabias, pero este se había aparecido en medio del patio con un “paraguayo” como los usados por el Generalísimo. Ante la visión filosa del pérforo-cortante el bravucón razonó como tantos otros, que era mejor correr como cobarde que morir como valiente. Y ya quisiera una liebre perseguida por galgos…
Curioso por saber hasta dónde iba la broma, salí con el amigo haciéndome acompañar solamente por un cuchillo, de esos de picar vegetales, y nos marchamos auxiliados por la oscuridad profunda del pueblo gracias a la falta de farolas públicas. Estuvimos apostados por más de media hora en cada una de las esquinas del vecindario. Él solo me pedía silencio colocando el índice sobre los labios y olfateando el aire frío de la noche como perro jíbaro tras la hembra en celo, y ante cada aparición preparaba el florete y la vieja escopeta de cazar, por suerte, sin perdigones. “El enemigo puede aparecer en cualquier momento”, me repetía una y otra vez; “el silencio es nuestra arma para que no nos sorprenda”. Apaga el cigarro o quieres que nos la cepille: el enemigo es traicionero. Y mientras esperábamos por el enemigo que, al menos en aquella madrugada parecía que ya no iba a hacer acto de presencia, se me ocurrió preguntarle.
―Y, por fin, ¿quién es el enemigo que buscamos, Del Monte?
―El más alevoso, Sancho ―dijo arreglando mi vieja gorra de pelotero―. Un enemigo que me ha dejado sin dormir muchas noches, porque has de saber, mi caro escudero, “que la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo…”
Y, en diciendo esto, se lanzó, florete en mano, tras la sombra que él consideraba la aparición del ser malévolo. “¡A él!”, me gritó con una voz de mando, propio de los grandes capitanes de aquellas Cruzadas medievales. Y como al joven pescador de un cuento de mi coterráneo Cardoso, no sé si lo que vi fue sola la silueta de una sombra dibujada por la noche insondable o si en realidad el enemigo había escapado al bramido de guerra de un deshacedor de entuertos y desafueros.
Al entrar a mi casa, la televisión mostraba la imagen de un virus letal con carita de niño, que se me antojó ver con la lengua afuera y con un guiño de socarrona picardía.
Por si las moscas, voy a afilar el viejo machete, herencia de mi padre, no sea que Fernández del Monte tenga razón y al enemigo se le ocurra aparecer una de estas noches por cualquiera de las esquinas de Calabazar de Sagua.
Vaya a usted a saber con el enemigo del amigo, cuya razón de la sinrazón que a mi razón se hace…