Por Olga L. Martínez
Se desangra mi noche. Gotea con paso intermitente. Entre el calor de la cocina y el quedarse quieto como un farol del parque, los silencios se vuelven cada vez más víboras.
Leo los estados, y me llevan a pensar que no hay dedos para escribir verdades. El carretón del vecino hoy no cargó el pan, estaba negro y el carretillero, el de siempre, el de las cosas "buenas y baratas" no pasó con las viandas por el frente de la casa, hoy por segunda vez. Está aislado, dicen. Aunque alguien lo vio por la otra esquina.
Desde lo más profundo de mis miedos, los zapatos vuelven a ser el punto de mira del señor que me obliga a meterlos en un saco mojado y sucio...dicen que con cloro. No sé, pero desde mis entrañas, ya todo se me vuelve idéntico, neutro, amarillo...tosco. Las puntas de mis dedos, sin huellas dactilares, no tocan nada que no borren. Hace tiempo que tampoco mi olor se queda en tu regazo, y no sé hasta cuándo va a salir la Luna por la misma hendija que la miro ahora, sin poder explimirla para robarle la misma luz que ella le arranca al Sol.
La invasión
Esta tarde, antes de que llegaran las palomas, me eché desnuda justo en el sitio donde no alcanza el alimento. Miré al cielo, las dejé acercarse. Al principio, fue suave, pero después, en una especie de ataque, se abalanzaron sobre mí, y tanto picotearon y hurgaron, que solo dejaron mis ojos sangrantes, pero aún vivos, para verlas levantar el vuelo.