…es más difícil que manejar la palabra.                                 
                                   Georges  Clemenceau

Por Gricel C. Alfonso

—No comprendo, eres una buena madre, él te trata mal y tú lo aguantas. Yo le habría rajado la cabeza hace tiempo —dijo el vecino, preocupado, a la impaciente mujer.

     —No se adapta a la ausencia del padre, al divorcio nuestro. Pensé que los divorcios afectaban a  niños y adolescentes. Sabes que casi siempre él es muy amable y simpático, pero no sabe controlar sus emociones.

    La mujer intentó acomodarse los rebeldes rizos en la frente antes de continuar explicándole al vecino. Era evidente el interés de ella en cortar la conversación. Extrajo la llave del bolsillo dispuesta a entrar en el apartamento. Se volteó y le dijo al hombre, que permanecía junto a ella, muy cerca de la puerta:

    —Nunca le hemos pegado, ni de pequeño. Siempre he visto como un abuso de poder que un adulto golpee a un niño. Ya tiene  más de  veinte años y no voy a hacerlo ahora.  

     Giró la llave en la cerradura y al abrir la puerta  sintió llegar desde el balcón la brisa. Con deleite respiró el olor a mar. Evadió el contacto visual con el hombre e intentó dar por terminada la conversación. Entonces él, sujetándola del brazo, le dijo:

  —A mí, pared con pared, a veces no  me faltan las ganas de venir a darle un par de trompadas. Hasta para los delincuentes y asesinos las madres son  sagradas. —Hizo un alto  y respiró hondo para de inmediato añadir: —Ayer lo escuché cuando te rompió los sillones. El escándalo de sus gritos e insultos avanzaba y se esparcía por todo el pasillo de este y varios pisos del edificio. Otros vecinos también se asomaron a las puertas preocupados.  Esa ira evidentemente es contra ti y uno no sabe lo que pueda pasar.

    La miró ansioso tratando de hacerla entender, mientras la mantenía retenida por unos segundos. Luego, el hombre le soltó el brazo. Ella  trató de calmarlo.

  —Tranquilo, no te preocupes, realmente sé que él siempre me ha querido mucho y no siente eso que grita —afirmó la mujer—. A los vecinos les divierte escuchar todo. Me da igual. Entro y salgo cabizbaja, evito conversar. Perdóname, tengo cosas que hacer. Te estimo mucho y te agradezco tu interés. Todo está bien dentro de casa. Él y yo nos entendemos. Debo entrar a cocinar para cuando él regrese. Nos vemos luego.

   Dicho esto, entró al apartamento con prisa. De inmediato cerró la puerta tras sí,  como si espantara hacia afuera la suma de su estrés, de sus bochornos y de sus angustias. Miró en torno suyo. Cada puerta de los dos cuartos y hasta la del baño mostraba pedazos de maderas, cortados en  rombos y colocados cuidadosamente como adornos.  

      Bien sabía la madre que eran los parches de las veces en que, por su  incontrolable furia, había descargado contra cada puerta el puño en medio de una discusión emprendida contra ella, iniciada por cualquier tontería. Días después él mismo cortaba las tablitas y las pegaba como parches sobre los huecos. Era su forma de pedir perdón, siempre silenciosamente, sin disculparse. Luego reprimía sus estallidos durante varios días hasta que de repente la frustración y la ira contenida estallaban con cualquier motivo y el círculo vicioso se repetía. Ella no encontraba qué decir, ni cómo calmarlo.

    Peor había sido lo ocurrido a su juego de comedor. Hacía años lo había mandado a hacer, después de sacrificios en juntar ahorros pudo pagarlo y logró tenerlo finalmente en el apartamento para darse el gusto con las sillas de perillas, lindas y cómodas. Ahora estaban desvencijadas y las patas de la mesa jorobadas y astilladas de tantos tirones contra el piso y contra las paredes, siempre entre gritos, insultos y vejámenes.

     Vino a su memoria cuando días atrás, una señora se le acercó en la panadería. No la conocía, ni sabía quién era, aunque la había visto en ocasiones en el edificio. Le entregó un papelito con una dirección anotada y le dijo que a ese lugar ella podía acudir en busca de ayuda. Era una especie de conserjería familiar. Guardó la nota en su monedero. No sería necesaria. Esta racha pasará pronto. Él volverá a ser como era antes. 

    Ella confiaba en que su hijo iba a cambiar en cuanto comenzara en un nuevo trabajo. Se asomó al balcón para saborear la brisa de su ciudad marinera. Por unos segundos se distrajo al observar un crucero entrar en la bahía. “Lindo espectáculo que nunca voy a protagonizar”, pensó para sí. De inmediato dio la espalda al paisaje y se fue a la cocina.

    Por suerte para ambos, ella continuaba en su trabajo y  mal que bien el salario los mantenía a los dos. Nunca les faltó la comida en la mesa. Hoy su muchacho había ido a una entrevista de trabajo que podía hacer la diferencia. Por eso, desde bien temprano ella salió a recorrer el barrio en busca de  los ingredientes para la comida de  su hijo.

       Caminó bastante buscando por aquí y por allá hasta acopiar un poco de todo lo necesario. No había mucho de dónde sacar, pero caminando logró reunir y comprar un poco de esto, de aquello y de lo otro y se dispuso a cocinar con todo su amor, como siempre hacía, con tal de que esbozara al menos una sonrisa agradecida. No podía entender como él había cambiado tanto de repente. Le preguntaba pero él nunca logró decirle nada.

     Las horas pasaron y era bien entrada la noche. Se sintió  cansada, tensa y hambrienta. No había querido comer, esperaba para sentarse junto a él y que así le contara. Todo estaba listo para servir, pero el joven  no llegaba. Sonrió al  contemplar el resultado de su esfuerzo. La ancha y redonda cazuela se veía tentadora con el arroz mixto que esparcía  ese apetitoso aroma en una mezclan de olores por  los condimentos, las trocitos de pollo,  de cerdo, chorizo, jamón y tortilla. Arreglada, impaciente, ella esperaba verlo aparecer.

     Al fin entró él, como una tromba marina. Se sintió atormentada con solo mirarlo,  ni se atrevió a preguntarle cómo le había ido todo. Le dolió la expresión reflejada en el  joven rostro. Nunca había sido bebedor, no obstante hasta ella llegó agresivamente el olor a mar de la brisa para lanzarle de inmediato el fuerte tufo a ron fusionado y agriado  con  la nicotina. Él, con despectiva expresión, la miró y estalló en gritos a la madre:

—¿Se puede comer  ya? ¡Tú, ni te me sientes delante, ni me hables! ¡Me enfermo con verte y oírte! ¿Cómo  tanta gente se infarta y tú sigues  ahí, viva todavía? 

      Ella no dijo nada, ni lo miró siquiera, trataba solo de mantener su mente fría, lejana, bien distante de allí, así las palabras no la dañarían. Se dispuso a poner la mesa. En tanto, él fue  a la cocina. Levantó en peso la cazuela. Enfurecido y a viva voz como si quisiera que  lo escucharan en la Avenida del Puerto, le gritó  a la madre con desprecio:

—¿Esta es la mierda que preparaste hoy? ¡No sirves para nada! ¡Esto va directo al vertedero! ¡Nadie va a comerse  esta vomitiva  basura! ¡Tú, callada y quédate ahí, coño! ¡Mira lo que hago con tu jodida comida de mierda!  —Diciendo y haciendo, el joven lanzó todo el contenido de la cazuela en el vertedero, justo entre el trapeador y la escoba. Abrió la llave al máximo y dejó que  todo lo cocinado por su madre se fuera aprisa hacia el tragante, arrastrado por la fuerza del  agua.     

     La madre le dio la espalda para que no viera sus lágrimas. A tientas buscó en su monedero el papel con la dirección que le habían dado. Se dijo: “Por el bien de los dos, mañana temprano iré a  pedir  ayuda”.

Este cuento, perteneciente al libro en proceso editorial Cuentos con olor a mar, fue premiado y publicado en Revista Literaria Anuket (junio de 2021), de la Editorial Anuket, de Argentina. (N. del E.)