Por Juan A. Monteagudo

La tierra no pudo absorber la energía
de su espíritu henchido por los versos
que pulula sobre todos los confines del mundo.
La calle, una cascada donde
sus ojos se le antojan al amor
con el verbo dispuesto, siempre dispuesto
para enunciar elogios y desorden,
para embestir caricias a los enamorados.
Solo pude verla en los páramos ecuestres
cual estatua perfecta de mambí.
La tierra no pudo absorber la energía
porque hay flores que no marchitan,
la poesía no envejece

y el tiempo, su tiempo, que no es tiempo ni pasado
ni palabra muerta ni agonía ni dolor;
su tiempo eterno entre los clásicos
porque en ningún cementerio podrá descansar
la energía en torbellino del poema
que nos besa con la boca arrodillada
y nos tienta libertinos sin promesas
como aves en vuelo, almas errantes,
simples mortales sin ambiciones de gloria,
sin compromisos, sin plegar las alas,
sin tabúes sabemos que:
¡Esta Mujer ha muerto de dichosa!