Por Alexander Besú
Si esta pandemia malvada
perdura, no sé qué hacer,
porque tiene a mi mujer
psíquicamente afectada.
Está tan obsesionada
que lava hasta los retratos.
Sus manos, en arrebatos
de férrea higienización,
han frotado más jabón
que las de Poncio Pilatos.
Al verla estrechar sus cercos
de limpieza, yo me azoro,
porque le ha metido cloro
hasta al corral de los puercos.
Con gestos firmes y tercos
desinfecta hasta el sofrito.
Perdí incluso el apetito
cuando, -como un sabotaje-,
le vi echar en el potaje
tres gotas de hipoclorito.
Y del amor, ¡pa´ qué hablar!
Se ha empeñado en alejarme,
y cuando logro acercarme
no la puedo ni tocar.
Antier la fui a acariciar
después de un largo periodo,
le toqué el hombro de un modo
cariñoso; me miró
y me dijo: “¡Noooo! ¡Así nooooo!
¡Con el codo! ¡Con el codo!”
Y en la cama la amargura
se ha acostado entre los dos,
pues su frialdad feroz
deshace mi calentura.
Me le acerqué con ternura
con cierta nostalgia retro,
y ella, levantando el cetro
de la sensatez, me dijo:
“¡Qué no te acerques, carijoooo!
¡Tenemos que estar a un metro!”
Pero anoche me cansé.
Pillé de forma perversa
su nasobuco, a la fuerza
se lo quité, la besé;
y después la desnudé
porque ya estaba “farruco”;
pero me detuvo un truco
que me hirió como mil dagas,
¡pues debajo de las bragas
traía otro nasobuco!
Sentí aflojarse… mi alma.
“¡Otro nasobuco! ¡Otro!”
Me fui al trote como un potro
viril que se desenjalma.
Entonces perdí la calma
tras ese cruel episodio,
y veloz como un enodio
salí al portal (en calzón),
y grité a todo pulmón:
“¡Coronaviruuuuus! ¡Te odioooooooo!”