Por Lidia C. Hernández

El primer beso fue un leve roce. Labios que se reconocen, aliento primordial. Lía respira, absorbe, paladea, se detiene, apoya su boca entre la nariz y el comienzo de los labios.  Prevé el futuro deleite.

Él  era puerta de entrada o salida, galaxia, pleamar, entrega. Los labios de Lia se abren, toma para sí el labio superior, se deja llevar por aquella boca pequeña que se funde a la suya como si fuera parte de sí, parte de lo predestinado.

Entre el público disfruta la disertación de su amante. Los números lo son todo para ella, toda cosa es un número, dijo Pitágoras. Lía adora esa boca que ahora da paso a las palabras, esa boca que cada día descubre su cuerpo, el cuerpo de Lía es para su amante un número perfecto: el veintitrés. El número dos, misterioso, desafiante, semeja el sereno reposo del cisne, en las quietas aguas del lago; el número tres, trazo interrumpido, abierto, danzante, expuesto.

Lía rememora la boca de su amante, sus labios detenidos entre sus piernas, su lengua delineando los pasos de la danza. Sonríe; entre los almidonados matemáticos, no existía la mínima sospecha; cada relación general, estructural, particular de los números, era probada una y otra vez, en las inquietas aguas de su lago.

Tras las libaciones de costumbre, la mujer aletea entre sus admiradores, mira una y otra vez el reloj que decora la pared central; la saeta más espigada; la otra, que a paso lento va dejando atrás los segundos. Imagina la arena cediendo a la gravedad, en su prisión de cristal. Sabe que de un momento a otro al quien que no es Lía irrumpirá en el salón.

Tempo pasado. El sol y La sombra sobre el cuerpo de Lía marcan el tiempo transcurrido, la gota de agua en su incesante caída sobre el balde lo confirma. Todo se relaciona con los números. La sombra avanza de sus senos al pubis, el sol detenido en sus cabellos derramados en la almohada asciende rumbo a la ventana, la música del agua detalla el ritmo de  los cuerpos fundidos uno sobre otro. Tres son los pasos que anteceden a la partida; ¿era este el tiempo real o el imaginado? Partir, permanecer, si tan solo tuviera la certeza de que el disco solar ha abandonado su sitial.

La mujer ha llegado, se para junto a la puerta, la custodia. Los pitagóricos se arremolina, aun en este momento no deja de pensar en la boca de Lía, que recién a esparcido todos los números sobre las sabanas.

Tempo presente. Si el tiempo por trascurrir es la inmediatez del tiempo presente, cómo escapar del salón, ¿Será acaso el tiempo presente, la puerta  entre el pasado y el futuro? ¿A qué distancia están las mujeres una de otras, a qué distancia de ella? Si el salón es una circunferencia perfecta  que le impedía  su cuadratura.  

Lía, frente a una reproducción de Botero, ignora que la mujer  junto a la puerta es un cuadrado mas del octógono, extraviada entre volumen, color y sensualidad avanza hasta detenerse en el quinto cuadrado, centro, eje, fortaleza de la circunferencia que señorea el salón.  Sus ojos y los de su amante se encuentran.

La mujer junto a la puerta sigue su trayecto con aprobación, reconoce el olor que emana de su cuerpo, corrobora una vez más que su esposa no ha perdido el encantamiento de los números, y ofrece su espalda a la sugerente, conmovedora, cuadratura del círculo.

 La saeta espigada alcanza el número dos, la pequeña el tres. Lía se sabe un número más, un montículo de arena, una gota de agua, una sombra, pero aun así no deja de deslumbrar.