Por Katia Chávez
El miedo viene a ser la condición del cerebro que enfunda experiencias cotidianas, promueve el acto de morir. Hace romper el equilibrio con la naturaleza…
Diariamente escalamos la montaña del dolor, donde no se admite la fatiga. El paso puede ser lento, pero nunca desistir. En el viaje transitamos por una dimensión oscura nombrada “fuerza”. La llamo oscura por la infinitud que se distiende en su umbral. Destella, se apaga, enciende al destino. Como una guirnalda en navidad para anunciar un nuevo año.
La acumulación de experiencias nos hace vulnerables. Impide la entrada a esa dimensión que notifica el fin del recorrido hacia el mañana. Quizás sea la elevación del alma a un universo perfectamente diseñado para la felicidad. Talvez abandonemos cuando venzamos todos nuestros temores y la conciencia ya no se queje.
Ni antes, ni después, en el justo minuto en que el vacío llega al cuerpo invadido por el dolor. Se desprende de todas las sensaciones para sanar. Escapa volátil, ligero, transformándose en algo intangible, amorfo, libre…
Tal es su libertad que no se conoce el recorrido, tampoco regresa para advertir. Se marcha sin dejar rastros, como quien deja la puerta abierta e invita a que le sigan. Cuando por arte de magia se va apoderando de nuestra mente una fría incertidumbre por lo desconocido. Se escurre una lágrima al ver un cuerpo inerte.
Nuestros cuerpos están totalmente atados a lo incierto: destino, futuro, vida. Como títeres dirigidos por hilos desde el universo, saltamos los obstáculos de la suerte, fortuna, enfermedad…
No valoramos la naturaleza por crearnos simples mortales al ver la extinción del cuerpo, cuando aplastamos un insecto. Como dueños absolutos de la humanidad, sin percibir el fin de esta existencia. Sin entender que somos insectos en el reino de Dios. Podemos quedar desechos en un segundo, aun sin pensar que pudiera pasar, solo con un quejido de este.
Espanto cada día el fantasma que me persigue, una sombra dentro del cuerpo. Lo ahuyento como al miedo interpretado en la piel arrugada de la frente. Lo destierro de la arquitectura que me compone, exorcizo cada milímetro de mis células. Avivo por siempre a la esperanza, extendiendo las manos al alba y agradezco el nuevo amanecer.
Los relatos tienen un final, no siempre son felices, pero lo pinto de verde para alegrar estas páginas, en un frío invierno. Quizás no estaré entre los míos el próximo invierno, pero los invito a pensar que el dolor tampoco se interpondrá entre nosotros.
Hoy estuve frente a mí, observé desde lejos. No siempre las cosas son lo que parecen. Veinte palabras no borrarán el miedo, tampoco su ausencia; solo será la mirada desde otra perspectiva. Una convocatoria a la vida para conquistarla con todos los pretextos como armas para enfrentar sus miserias.
Sobre mi tumba medí la distancia entre la vida y la muerte. Un paso. Brindé con dolor. Reprobé las lágrimas. Hay que trillar lo elocuente, el éxtasis. El trabajo metafórico que encarga nuestro destino. Apagué la torpeza cual farolero, como la piedra que sostiene al osario. Curiosa la conciencia, fue insulto. Levanté la mirada, dije adiós.