Por Rafael Grillo

 

“Qué hermosa”, piensa, con los ojos henchidos por los destellos de plata; sus dedos acariciando la curva de luna mahometana. Delgada en el nacimiento junto a los gavilanes en forma de S y ensanchándose en el recodo hacia la punta. Hoja de unos cuarenta centímetros, calcula a golpe de vista; la mitad de largo que sus hermanos mayores, debe ser un alfanje del tipo empleado en abordajes, adivina. Y sólo así, dejándose hechizar por lo singular del objeto en que se materializó la sorpresa anunciada, procura que se desinfle la irritación precedente. Ausculta los bordes de la iracunda arma morisca y la descubre tajante por un solo costado, hasta su terminación en un triángulo; este sí afilado en el vértice y los dos cantos… ¿Detalles, no? Buscas detalles…. Presumo que tú eres el mismo que publicó aquel artículo en una revista. Recuerdo el título: “Novelista asesina a su esposa porque no lo dejaba escribir”… Es cierto que eso fue lo que confesé a la policía, pero puesto de esa manera, parece totalmente irracional, absurdo, hasta para mí. ¿Quieres oír la historia completa? O te conformas con que yo, para justificarme, te salga con un par de citas ingeniosas, de las que el público espera de todo escritor. Por ejemplo, esta de Oscar Wilde:

“Las mujeres nos inspiran a hacer las más grandes obras, pero son ellas mismas quienes nos impiden hacerlas”… “Hermosa… ¡La espada de Mahoma!”, se dice. Y para completar el conjuro que pueda tragarse los restos de fastidio, hace inventario: “Un astrolabio, el modelo de navío español del siglo XVI, una pistola de chispa, el mapa con la Ruta de los Galeones, el macahuitl de los aztecas…” Ella cumple su palabra de propiciarle una ambientación de época en el estudio y a él debiera bastarle ese argumento para olvidar el pecado de intromisión y los minutos interminables fuera de su rincón de trabajo, forzado a esperar en el dormitorio, mientras ella pretexta que algo tiene que hacer en la habitación de arriba, algo que no puede decirle, una sorpresa es una sorpresa… Parece quea tisólo te interesa que yo reviva la escena macabra… Es verdad que entonces dije que “me hervía la sangre y la maté”, pero eso no es suficiente, no, somos seres complejos, lo sabes, y cada acto de un hombre resume su existencia total. Sólo te pido un poco de paciencia, no demasiada, que no voy arrancar en la infancia como si esto fuera un psicoanálisis… Yo me figuro que antes de venir hasta la prisión para entrevistarme, al menos te hayas leído La palmera domesticada, la novela con que gané el Premio Carpentier. ¿Sí? Pues desde ahí partiremos… Él aguarda, cónyuge domado, la autorización para retomar su faena. Contempla revuelto el espacio de ella, indemne el suyo; y elucubra que ha dejado así la cama adrede, como queriendo restregarle la noche, otra noche más, en que no acudió al lecho y prefirió pernoctar con los fantasmas de la novela, el proyecto irresuelto, interminable… Ya conoces la historia de mi libro. Nada original, como suele ser la norma en las novelas infalibles, apenas la variación de un drama de todos los tiempos: un matrimonio y el contraste entre su cara pública y el ámbito privado. De trasfondo: la realidad de hoy, donde las dobleces y las lacras internas conviene enmascararlas tras adhesiones políticamente correctas y el lustre que aportan los cargos prominentes. Los protagonistas: el marido, diseñado a sí mismo para promover la imagen del tipo cabal, responsable ante la profesión y el entorno social, pero que es un tirano en la vida del hogar. Y su mujer, que es la víctima insospechada; a la que poda constantemente las aspiraciones de crecimiento individual, a la cual arrancó de su tronco familiar y encima le cercena la ilusión de parir las ramas de posibles descendencias. A la que ha dejado convertida en muñeca hermosa para ostentar en citas mundanas… Como la palmera africana, exacto, regada con celo y bellamente recortada para que no desborde la maceta, por una esposa que no se ha dado cuenta de que su obsesión con el árbol miniaturizado es la venganza desplazada de su objeto verdadero, una desviación inconsciente de sus frustraciones y de su rabia íntima… El episodio sexual en el clímax de la novela, cuando luego de sodomizaciones forzadas y otras vejaciones nocturnas, la mujer bonsái es aporreada por el marido hasta obligarla a encamarse con él y un desconocido, representa la vejación extrema, el evento que hará inflamar las venas hasta el punto de ebullición. Y aunque yo preferí narrar el desenlace desde una perspectiva onírica, de todos modos se admite la interpretación de que al descubrirse ella toda ensangrentada, con las tijeras de jardinería en mano, es porque haya producido un pasaje al acto, la reconstrucción en la realidad de la escena de mutilación que entreveía en sus pesadillas… Pega mandobles al aire, inundado de excitación, con el rostro contraído como villano de película. “Hermosa”, repite, completamente rendido a la seducción de la espada. Sospecha que ambos, el alfanje y él, recuerdan su primitiva naturaleza y gozan el acople perfecto, con los surcos del mango acanalado amoldándose a la carne de la mano. Al examinar el agarre es que se percata de la cabeza de negro, esculpida en el pomo de prieto bronce. El enigma sobre el pasado incognoscible de la espada revierte la batalla desde los mandos activos de su cuerpo hacia el campo frío del pensamiento. “¿Fuiste prenda de un berebere con oficio de negrero? ¿O te hizo forjar el esclavo que reviró la suerte y pretendía inmortalizar su ejemplo de espíritu irredento?”... Disculpa que me haya desviado; mi intención no era la recitación de la novela, sino aludir a mi situación personal en el período que la escribí… En aquella época yo era gerente de Recursos Humanos en una empresa importante y la gente me creía afortunado. Falsa apariencia. En mis adentros gemía un fracasado, porque mi ilusión secreta era dedicarme a la literatura, y en cambio el tiempo pasaba, y mis esbozos de cuentos y novelas dormían en los márgenes de la agenda que portaba en las reuniones. Por eso, justo el día en que cumplí los treinta años y aún sabiendo cuánto ponía en riesgo, me dije: “Mi reino por una novela”... “¡El acero del pirata!”, se ilumina. Cinco siglos adelante, a través de un hueco negro de la Historia, viajó aquella pincelada perentoria en el dibujo de su personaje. Sobre la cubierta el capitán de piel parda, con el puño asido al alfanje que reposa en la cintura, desconfiado todavía, aunque en la mar negrísima no resplandezca el fanal del enemigo. Acodado a la banda de estribor, el filibustero congratula al cielo por su luna creciente, esa zanjita tímida al despachar claridad, arqueada y estrecha como la silueta de su sable, y aliada súbita de Lucifer, el temible bergantín. Diego Grillo siente orgullo de su bajel de dos palos, el más lóbrego y siniestro, al que tiñó con alquitrán en toda la tablazón y el trapo para que, en noches como esta, un espectro invisible surcara los mares… Quise arrancar con mi proyecto más querido y antiguo: una novela basada en Diego Grillo, un personaje real, el primer pirata cubano, quien fue mulato, hijo de esclava africana y colonizador español. Pero ese empeño requería que me consagrase a la investigación histórica y necesitaba el apoyo, la comprensión, que no encontré en Palmira, mi primera esposa. Yo creía que mi decisión le traería alivio al eliminarse el motivo de sus quejas más frecuentes; sin embargo, mi mayor permanencia en el hogar no compensaba para ella el descalabro que sufría la economía familiar. Le rogué paciencia, pero Palmira enarboló a favor de su desacuerdo el tic tac biológico. Al cabo, tras cinco años de vida en común, el cada cual a lo suyo era la única solución: ella a procrear su hijo, yo a parir mi novela. El impacto de la soledad, agobiante en los primeros días, poco a poco se convirtió en bálsamo, y si bien no continué con la historia de piratas, enseguida me surgió en la mente una trama nueva. Escribí en cinco meses La palmera domesticada, y el envío a la convocatoria del Premio Carpentier fue un atrevimiento que, inesperadamente, resultó. Al lanzamiento del libro asistí internamente dividido todavía entre el júbilo y la incredulidad. Estaba nervioso a la hora de las firmas, garabateando cualquier nadería, hasta que llegó el turno del hada bienhechora, aquella muchacha de blusa blanca y ancha como gavia de fragata. Me dijo su nombre y encabecé la dedicatoria: “Hermosa Cleo”…