Por Katia Chávez
La abuela lucía un nombre como ella misma, la llamaban Caridad. Significa compartir, así decía, con los que no tienen nada, pensar en aquellos, los otros. Todos esperaban algo con sus palabras, un consejo, experiencia o quizás la ternura en el discurso. Ese dejo pausado que te permite confiar. Hacía nacer, con el hablar, una esperanza.
Sus ojos se veían cansados por el tiempo, parecían acariciar con la mirada, pero esta se fue apagando como el sol en el ocaso. Aquellos movimientos comenzaron a limitarse y un día no se pudo desplazar. La memoria era su bien más preciado, la empleaba para construir poemas, como si fuera un cuaderno, aun cuando la oscuridad se hizo intensa. Para componer los versos empleaba la geografía o algo que llamara su atención: un cumpleaños, una fecha importante, podía ser también un evento meteorológico.
Esas manos estrujadas por el trabajo, todo el día al vapor de las ollas. Ahí me enseñó la magia en la cocina: cómo bañar un flan con caramelo, los merenguitos o amasar para hacer buñuelos. El sabor, era único, tenía el aroma de aquellas plantas que sembraba en el patio, ese olor que se esparce cuando la lluvia las envuelve. Como a la comida, le agregaba algo de picante.
Al sentarme en sus piernas, contaba historias del ayer. Los ayeres se asemejaban al hoy, sus personajes tenían nombres graciosos. Estas, dejaban ver siempre una enseñanza. No dormía hasta que su voz se iba perdiendo como un hilo en mi sueño, yo dentro de ellas como personaje, con las aventuras de esos héroes. Esos que confundían la barrera del tiempo, de la geografía. Hablaba de su padre, sus tías que vivían en Europa, de los ríos de Angola, Los Alpes o Los Apeninos.
Cultivaba plantas, entablaba conversaciones, cual si hablara con otras personas. Aseguraba que era posible adivinar cuando sufrían falta de agua, pues comienzan a llorar, se ponen tristes, se cansan. Si necesitan el sol, el color se torna amarillento, decaen, las hojas se oscurecen hasta perecer. Si carecen de alimento, estarán delgadas y raquíticas. Las ponía como ejemplo para indicar lo imprescindible de alimentarse, cuando yo me negaba a comer, demostrándolo con hechos.
Una semilla, es la herencia que abuela preservó para mí, dijo que es mágica:
—Alivia el cansancio, sana las heridas, revierte el odio, el dolor, el sufrimiento, espanta la mentira y la violencia. Hay para todos, recalcó. Te advierto lo peligroso de compartirla, agregó luego, debes saber en qué manos caerá, pues causa daños en caso de no usarse para el bien.
—Y tú, lector, ¿a quién se la darías?