Por Irasema Cruz
Nunca he sabido para qué sirve la escritura y soy un inocente que dormita en los vitrales. No me importan las canciones ni los muertos que flotan en mi pecera.
Compro el periódico, almuerzo en una esquina, chiflo... Me masturbo con la misma soga del demente.
A mi madre no le gusta el silencio de la palabra, prefiere el gélido sonido del ángel que levita.
No sé escribir, mi alma no sabe otra cosa que estar viva y le es suficiente. A los juglares se les quema el contrato de la buenaventura y en los desiertos se juzgan niños infestados, prostitutas que se lanzan a desnudar mundos, drogadictos que cantan la homilía del hambre; se alquilan Mercedes último modelo, noches y puñaladas que ponen fin a la Historia.
Veo debajo del cabello a una mujer y debajo de la mujer una rosa y debajo de la rosa a un insecto que no vuelve a la ciudad ni siente las setenta y cuatro rimas que salvan del abismo a una ciega. Veo la camisa del soldado y no descubro el mensaje que dejó la nave de Odiseo.
El precipicio está a setenta y tres lunas. No sé escribir y soy un inocente como mi madre, que ha muerto a la espera de setenta y dos billetes de lotería en una cárcel donde Flora tiene grandes pies y un tacón jorobado.