Por Sergio García

Qué hacer si he perdido las llaves de mí mismo. Qué hacer si soy un niño que se asoma al pozo de la noche. Cárceles, solo veo cárceles. Calabozos concéntricos donde cada uno resulta a la vez reo y carcelero. Afuera es otoño, pero afuera de una prisión siempre es otoño. Podrirse como el otoño, todos los poetas deberían podrirse como el otoño. Todos los poetas a gusto en sus celdas de costumbre. Todos los poetas con sus cadenas larguísimas que no sienten. Afuera alguien llora, pero afuera. Qué hacer si he perdido las llaves de mí mismo. Qué hacer si nunca he nacido al otro lado de los muros. Ahora han cerrado definitivamente todas las puertas y no queda nadie, nadie que pueda mirarme dentro.

Carta a Vicente Aleixandre

Tú que escribes, acaso para quien no te lee, ya lo has conseguido. Nadie escribe para la posteridad; nadie escribe para el olvido. Uno calla su amor y permanece en el país como si todo fuese un mismo pecado, una misma cárcel. Nunca es segura la posteridad; nunca es seguro el olvido. Uno está solo como tu solo riñón. La posteridad será siempre la posteridad para alguien; el olvido será siempre el olvido para alguien. Uno debe ser Alguien para la Poesía. Tú que escribes, acaso para quien no te lee, ya lo has conseguido.

 

Carta a Miguel Hernández

Da miedo tener tu edad y no ser la mitad de tu vida. Da miedo y da vergüenza lo nada que hago por el hombre. Deberían encerrarme, si fuese justo yo mismo debería encerrarme a compartir celda contigo, a ver a Buero pintar tu final retrato, a oír la tos y los fantasmas que no te dejan dormir. Deberían encerrarme, pero ni la página me concederá ese atroz privilegio, ni soy digno en verdad de acompañarte. Es la hora: te llevan a la enfermería, pero tú sabes que te llevan a la muerte, porque ya la muerte no quiere tus pulmones, la muerte te quiere entero para que seas su pastor. Pero no puedes darle tus ojos a la muerte, no puedes cometer esa traición que cumple el resto de los hombres. Tú que vas a la muerte como un oriol: con el cuerpo amarillo y las alas negras; tú que le has dado un hijo no puedes darle tus ojos, tú que le has dado un hijo y un amigo. Quien se asoma en tus ojos ve el cielo de Orihuela y el cielo de Teruel ganada, perdida pero ganada; ve un niño yuntero y un alto regimiento de soldados; ve los cuadros de la Mallo y el cuerpo de la Mallo; ve a Pablo el de Chile y a Pablo el de Cuba; ve a Aleixandre que escribe tu elegía, porque tus ojos adelantan todo lo que engendran, porque tus ojos son criaturas de futuro; ve a Josefina que acuna el vacío mientras canta la más dolorosa de las nanas. Quien se asoma a tus ojos logrará ver y seguirá viendo. Nadie le cerrará los ojos a la Poesía.

 

Diario del buen recluso II 

UNO / Cierra bien la puerta, carcelero. Más ardua es la naturaleza de mi fuga. Solo puedo salir si la puerta está cerrada. Una puerta abierta no me deja pensar con claridad. // DOS / Ahora que han echado el cerrojo de afuera, echaré también el cerrojo de adentro. Si no puedo entrar en la libertad de los otros, ¿por qué voy a dejarlos que entren en la mía? // TRES / Dibujo en el techo las constelaciones. Dibujo en las paredes los conocidos rostros que me desconocen. Dibujo en el suelo el mapa del país. Cárcel es el mundo. Dejo en una esquina mis desechos. Hay que mantener limpia la patria. // CUATRO / Cárcel horizontal si me acuesto. Cárcel vertical si me levanto. La más atroz de las tareas: separar la cárcel de la Cárcel. // CINCO Y FINAL / Mi ventana da al mar: oigo las gaviotas. Mi ventana da a un jardín: oigo los ruiseñores. Mi ventana da al infierno: oigo mi corazón llamar.

 

Poema a mi padre

Mejor voy escribiendo el poema de tu muerte, que deberá ser rápida como yegua de carreras, porque odias molestar a la familia los domingos. Pero será domingo, un domingo de pueblo a media tarde, cuando da la sombra en el patio de la iglesia, el patio de piedra y musgo, donde el jardinero y yo jugamos nuestro ajedrez sobre un banco. Mi mujer vendrá con la noticia. Qué final de torres y caballos. Pensar que entonces iba ganando. Digo que mejor voy escribiendo el poema de tu muerte, para no decir que mejor voy escribiendo el poema de mi dolor por tu muerte, porque no quiero mi dolor en una página, no quiero embridar ese potro. Todos esperan que el dolor de un poeta sea más hondo, sea más bello, sea distinto. Pero el dolor de un poeta es un potro entre mil potros, y nadie lo ha visto. Un potro entre mil potros que siguen al semental, al corcel atroz que llaman el dolor del mundo. Perdona, padre, mi entusiasmo, tú que no entiendes de caballos, y yo que temo a sus patadas y mordidas. Otras son tus herramientas y tu oficio. Mejor vuelvo al poema de tu muerte, ¿de qué fue por fin que te moriste? ¿De cáncer en la garganta por tragar alcohol? ¿De cáncer en la garganta por tragar polvo? ¿De cáncer en el estómago por tragar alcohol y polvo? ¿De caerte borracho de un andamio? ¿De caerte borracho de un andamio y al abrirte solo encontrar polvo, polvo húmedo de linfa y sangre, polvo hecho víscera, argamasa? Mira en lo que termina esto la única vez que tu muerte me preocupa. Mi hermano pide que no escriba, que un poema puede resultar profético, que solo yo pagaré la culpa si el viejo se nos muere. Pero tú, padre mío, en verdad me entiendes: digo que mejor voy escribiendo el poema de tu muerte porque ya escribí el poema de tu vida. Y antes de bajar de la palabra que es mi cabalgadura, y antes de que por mi palabra mueras, yo poeta por mi palabra te concedo: que no falten el pan ni la risa en tu mesa; que no falten el amor de tus mujeres ni el amor de tus amigos; que no mueran primero tus hijos. Todas esas cosas con que sueña un albañil.

 

Novela de aventuras

Cuando niños, mi hermano y yo, oíamos al viejo pirata. En las noches, en el silencio de la casa, oíamos dar contra el suelo su pata de palo. Venía por nosotros. Se detenía ante la puerta del cuarto y llamaba con su garfio. Nunca le abrimos. Ha pasado el tiempo o la inocencia. El viejo pirata ya no nos visita. Pero nuestra mano y nuestro pie le pertenecen. Somos los nuevos piratas. Avanzamos por la calle con un cuchillo entre los dientes. Nadie duda en cortar la mano y el pie. Ahora entiendo al viejo pirata que alguna vez quiso advertirnos.

 

El juego del tigre

Cuando el niño hace de tigre, devora a sus jóvenes padres todavía entre las sábanas; devora a sus jóvenes abuelos que ya desayunan en la cocina. El ataque del tigre los salva de ser ellos, ahora son cuerpos destrozados, cadáveres que el mundo tardará en encontrar en esta selva. Hoy no irán al trabajo, no cortarán la hierba del jardín, no botarán la basura. Solo serán carne para el tigre, alimento gozoso. A cada hora resucitarán y a cada hora colmillos y garras les saltarán al cuello. Pero los mayores se cansan rápido de morirse, de ser las pobres víctimas. Entonces los mayores comienzan a cazar al tigre: buscan tras las puertas, buscan debajo de las camas, buscan adentro de los armarios que resultan los mejores sitios donde se puede esconder un tigre. Qué ilusos los mayores: lo que más disfruta el tigre no es cazar, sino ser cazado. Olvidan que el tigre es inmortal. Cuando el niño hace de tigre se devora a sí mismo y devora al niño que durmió en su cama para que no vuelva a mojarla jamás.

 

La imaginación de los niños

¿Cómo escaparían ustedes del Castillo de If?, preguntó el maestro. Yo me convierto en gaviota y salgo volando sobre el mar, dijo el primero. Yo también me convierto en gaviota, iba a decir el segundo, pero no le pareció justo, así que improvisó: Yo me convierto en un piojo, salto al lomo de una gaviota y salgo volando sobre el mar. El tercero, viéndose sin opciones, concluyó: Pues yo me hago pasar por muerto para que me arrojen al mar. Entonces sus compañeros se rieron y alegaron que nadie le creería, porque ya muchos, ¡muchos!, se habían hecho pasar por muertos. ¿No es verdad, maestro?

 

Infancia feliz

En una playa de la niñez vi los bellos torsos entrar al agua y salir robustecidos. Mis padres eran jóvenes todavía. Yo solía confundir sus torsos con aquellos torsos. Más de una vez me senté en la arena junto a alguna pareja desconocida. Qué niño más hermoso, me decían, ¿cómo te llamas? Pero no les prestaba la menor atención. Sin responder, me levantaba y me iba. Todo poeta ha confundido a sus padres, aunque el verdadero poeta nunca tarda en encontrarlos. Así pasé los veranos, cuando aún era hijo único. En las noches veía el torso de mi padre sobre el torso de mi madre. Los torsos se fundían hasta ser una sola bestia.

 

Diario del buen recluso III

Entre nuestras dos sangres, dijo el poeta, hay cárceles con manos. Entre nuestras dos sangres, amada mía, ¿qué habrá? ¿Manos que destruyeron cárceles porque encerraron manos? ¿Cárceles que encerraron manos porque destruyeron cárceles? ¿Barrotes fijados como lanzas en un río? ¿Un río de ciega podredumbre? ¿O la podredumbre aplaudir tras los barrotes? Entre nuestras dos sangres, amada mía, solo hay más sangre que se abisma.

 

Diario del buen recluso IV

La gran requisa, ya viene la gran requisa. Qué harán conmigo si encuentran este cuchillo y esta lima. Escondo el cuchillo bajo la palabra Dios; escondo la lima bajo la palabra Amor. Bajo la palabra Dios está lo que hiere; bajo la palabra Amor está lo que libera. La gran requisa, ya viene la gran requisa, la hora de buscar en mí lo que no encontraron en los otros. Como el evangelista digo a mis captores: «Dios es Amor». Y aprieto mi Biblia.

Terapia de choque

Es cierto: Antonin Artaud confiesa haber padecido más de cincuenta electroshocks. La mitad bastaría para dejar a un hombre tonto, pero a él lo volvió un genio. O lo que resulta peor: Antonin Artaud era un genio que pasaba temporadas de reclusión en sanatorios mentales. Pero eso nunca importa al lector que se cree el ombligo del mundo. Ya quisiera verlo mordiendo la goma mientras los voltios pasan y pasan por su cuerpo, voltios iguales a autos deportivos por una autopista. Ya quisiera verlo sin poder distinguir (como sí distinguía Antonin Artaud) que la enfermedad es un estado y la salud no es sino otro. El lector que soporte de veinticinco a cincuenta electroshocks, tiene mi respeto, aunque se quede tonto por querer volverse un genio.

 

Carta a Juan Ramón Jiménez

Estos mis hermanos, que no han visto el cielo de Moguer ni el cielo de Coral Gables, nunca se cansan de nombrarte. Todo resulta para ellos la gran víspera. ¿Cuándo vendrá nuestro Juan Ramón? ¿Cuándo vendrá el Juan Ramón de nuestro siglo? Hablan de ti y hablan de otro. Tú eres la orfandad. Tú eres la orfandad de quienes ignoran la Orfandad. Perdónalos porque no saben lo que escriben. Demasiado jóvenes todavía, demasiado poetas todavía. ¿En cuál hospital ingresaron; en cuál sanatorio despertaron; en cuál exilio han vivido? ¿En cuál lejano país van a morirse? De las almas que aman, ¿a quién han visto morir? Estos mis hermanos, que miran con fijeza el cielo de la patria y el cielo de la página, nunca se cansan de nombrarte. Todo lo sueñan cuando entras montado en Platero como un Cristo montado en su pollino. ¿Por qué nos has abandonado?, preguntan en su interior. Perdónalos y perdóname porque alguna vez yo también pregunté lo mismo. Pero he visto el reverso de la sombra. Y tu presencia jamás se muda, andaluz. ¿Cómo puede volver quien no se ha ido? Tú eres una lengua de fuego sobre nuestras cabezas.

 

Carta a Jean Valjean

Amigo Jean Valjean, viejo prófugo, ¿qué pueden tus manos de miserable contra la nueva cárcel? Ahora que la luna es la luna de los patios de presidio, parecen los barrotes candelabros de plata. Amigo Jean Valjean, viejo prófugo, ¿qué pueden tus manos de miserable si huyes de ti y contigo te encuentras? Ahora que el sol es el sol de los patios de presidio, mis hijas comen el pan que tu robaste. Amigo Jean Valjean, viejo prófugo, ¿qué pueden mis manos de miserable contra la nueva cárcel? Cada hombre está solo con su condena.

 

Diario del buen recluso V

Óyeme silbar ahora desde mi celda con el silbido de un muchacho que sube la calle del verano. Con el silbido de un muchacho de pueblo, las manos en los bolsillos del viento y los ojos recién volados. Óyeme silbar ahora desde mi celda con un silbido que de tan noble puede fecundar la piedra. Piedra que entreabre sus labios de piedra y echa el soplo de mi aliento. Nada como ese silbido para enloquecer a los carceleros. Nada como ese silbido para que entren sin aviso a golpearte en la boca y el estómago. Nada como ese silbido para apalearte el insumiso aire de los pulmones. La libertad es un hombre que silba.