Por María Rosa Martínez


La ciudad se ha puesto vieja:
lleva desgarrado el traje,
le ha corrido el maquillaje
y se despintó una ceja.
Tiene colgada una reja,
con óxido en el costado;
un bache se le ha borrado
en un profundo agujero
y no encuentra un cerrajero,
que le arregle su candado.

La ciudad, cómo bosteza,
cuando apenas dan las diez;
se le han hinchado los pies
y come de su pereza.
La digiera con tristeza
por ser bocado aburrido;

tose en pañuelo zurcido
un catarro mal cuidado
y no se acuesta de lado
para roncar y hacer ruido.

Pero mi ciudad se extiende
hacia el mar con alegría;
allí la noche es el día
y su sonrisa distiende
por la costa que defiende
un muro de espumas, largo.
Renace, deja el letargo:
Canta, ríe, baila, sueña.
Me hace feliz, porque es dueña:
de lo dulce y de lo amargo.