Por Lidia C. Hernández

Qué hacer sino borrar la escritura, liberar las antiguas hojas de su carga. La mujer sostiene la delgada mina, la última. Imagina el cielo de Roma surcado de bandadas de aves, el hierofante examinando las vísceras, vaticinando el futuro. Un mohín de desagrado marca sus mejillas, y continúa el borrado a la antigua usanza; definitivamente iría a consultar a las sibilas, hermosas, radiantes, envueltas en el vapor de las piedras. Cinco hojas, cinco hojas y el libro por concluir.

Plegarias, plegarias para atraer los cardúmenes, las lluvias; plegarias para calmar los vientos, para aquietar su corazón. Tres días sin Magda…

La mano sobre el pecho, el ritmo cada vez más acompasado del corazón. ¿Podría borrar la piel de la mujer amada y rescribir en ella? Escurriduras… el viento inicia una cabalgata atroz contra los ventanales. La primera hoja despojada, runa del fracaso, versos inconclusos. Escribir sobre el cuerpo de Magda, borrar, borrar, crear nuevas impresiones, diluir el pasado, asumirlo.

 La segunda hoja, invita al verso, no hay trazo que delate la existencia del dolor. La piel de Magda también esconde el dolor, capas y capas de tejidos. Las vidas pasadas se acumulan, dunas, inmensas dunas.

La tercera hoja fulgura. La mujer ofrece incienso a los dioses; la cera deja de aflorar. El cuerpo de Magda a la luz de los cirios renace, el dolor de la palabra habita el cuerpo de la mujer, capas y capas de tejidos entre sus labios. El cuerpo de Magda definitivamente no es un palimpsesto.

El viento gime prisionero en la cantera. El tres puede resultar un número fatal, tres hojas borradas, tres días de ausencia, tres noches de amor. Podrá sembrar nuevos recuerdos, crecerá un nuevo verso en la hoja, en la piel de Magda.

Inclinada sobre las dos hojas restantes la mujer deshace los antiguos versos, mientras en su piel comienza a brotar la escritura sepultada.