Por Víctor de Jesús Sánchez

 

Recientemente tuve la suerte de reencontrarme (gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación), después de muchos años, con un querido y antañón amigo que comparte conmigo el gusto por la literatura y la música, además de ser un experimentado y diplomado especialista de las letras. 
     Mi amigo, el profesor, poeta y escritor Orlando Víctor Pérez Cabrera, se ha encargado de actualizarme la memoria después de transcurridos casi cincuenta años desde nuestro último encuentro y, no puedo menos que reconocer con una mezcla de tristeza y alegría, el implacable paso del tiempo que yo mantenía detenido en mi mente como una inalterable fotografía. 
     Amigos que agotaron su existencia y, naturalmente desaparecieron; algunos que emigraron a otras tierras y otros que fueron arrebatados prematuramente de la vida en la plenitud de sus días; conocer todo esto de un tirón tiñó un poco de gris mi alegre entusiasmo inicial, pero la vida no es una foto y siempre continúa. 
     Muchos fueron los momentos de solaz que disfruté en la compañía de Ceyla, una excelente pianista, y su esposo, un exquisito cancionero en la casa de ambos, compartiendo música y buena charla en improvisada tertulia cultural. 
Inolvidable la Navidad de 1962, cuando conocí a los españoles Josefina Comas, excelente pianista y soprano junto al tenor Iglesias y su esposa, con quienes disfruté maravillosas veladas, cantando zarzuelas y operetas vienesas. 
     Otro espacio importante lo ocupa la pianista Cuquita Yera, con quien pasé una maravillosa tarde analizando la partitura del Clair d´Lune, de Claude Debusy, que era su objeto de estudio entonces. 

     Desde todo punto de vista, era un verdadero regalo permanecer unos días junto a mis queridos primos Ortelio, su esposa Olivia y sus hijos Mayra, Ivonne y Ortelito (niños entonces); mi tía Teresa y mi primo Mario (el mejor ciceronne que he conocido) a través de quien conocí a Blasita, la combinación perfecta de un recio carácter con la más tierna y simpática dulzura de madre y amiga, a sus hijos Orlando el poeta y Alfredo (Fredy); a su cuñada Hilda, sus hijos Luis Ramón y la pequeña María Dolores Cabrera. También recuerdo a Belén, la tía de ambos por parte de madre.
     ¡Pero cómo! ¿Aún no he dicho que estoy hablando de Cumanayagua?  
    Desde la primera vez que, siendo niño, visité este seductor pueblito situado al sudeste de la bahía de Jagua, en las postrimerías de la década de 1940, recuerdo haber visto por todas partes pequeños carteles con la siguiente inscripción: “PEDIMOS AYUNTAMIENTO”. Al preguntar a los adultos qué era aquello, me explicaron que se luchaba por alcanzar  la autonomía de la vecina Perla del Sur y, desde entonces, con el idealismo de la adolescencia, me enrolé espiritualmente y de inmediato con su lucha, a la vez que a apreciar más aún la esforzada iniciativa privada de su área comercial: su Casa Verde y El Nilo (quizás las más importantes); además de farmacias, barberías, talabarterías y todo género de  establecimientos comerciales  en la Calle Real, con su Paseo del Prado, su Parroquia de la Santa Cruz, su Liceo, su Casino Español, su Cine, su Café París, hasta el original y popular nombre de su célebre Arroyo del Tejar. Todo esto constituye la más palpable muestra de la pujanza de su clase media y del sentido de pertenencia de su humilde y digna población.  
     Transcurrieron muchos años y cambiaron las condiciones objetivas de aquella generación de entonces, y el sueño se materializó dando paso a la enorme transformación que convirtió aquel pequeño pueblo, en la floreciente ciudad de hoy, viva expresión de saber conjugar armoniosamente arte, sociedad y cultura para el disfrute de todos, teniendo como piedra angular el trabajo creador. 
     Ahora ardo en deseos de visitar la Cumanayagua de hoy, para abrazar a mi querido amigo y solazarme como pocos pueden hacerlo, comparando el ayer de mi fotografía virtual, con el sueño hecho realidad por este noble pueblo.