Por Sandra M. Busto


Un día como otro cualquiera en la playa, una niña jugaba haciendo castillos de arena, mientras sus padres la ayudaban. Entre todos recogían conchas, caracoles, algas y conformaban su palacio de arena. Unos metros después, un joven leía sin levantar la vista de un libro. Por las páginas se podía adivinar que faltaba poco para llegar al final. Ávido de llegar al término, no era consciente de la niña que corría para recolectar más objetos que adornaran su obra, ni de otro bañista que dormía debajo de la sombra de la siguiente sombrilla, como si aquel sonido apacible del mar le aportara la paz a su cotidiano estrés de trabajo, oficina, calles y presión del tiempo, escapando así en una paradisíaca playa del caribe, de todo el bullicio de su tempestuosa cotidianidad.
     Un grupo de amigos, en el cual me encontraba, conversábamos sobre conciertos, nuevas tendencias musicales y algunos conocidos en común. Dos sombrillas después de nosotros, otras dos muchachas también disfrutaban de su día de vacaciones. Al rato llegaron dos jóvenes y decidieron ocupar la sombrilla vacía en medio. Minutos después se les veía interesados en las muchachas y un rato más tarde lograban romper el hielo y comenzar un animado dialogo.

Como fluyó de manera positiva el acercamiento, decidieron volver a dejar libre la sombrilla intermedia y unir sus mochilas a las de las muchachas.
     Un poco más lejos, una pareja de personas mayores disfrutaban de todo el panorama, tomaban agua de coco y miraban extasiados a la niña, que seguía jugando alegre con la arena. La señora a ratos cerraba los ojos y mostraba una sonrisa, que hacía evidente como disfrutaba del momento, del sonido del mar, de las aves y de la risa de la niña.
     Justo en medio de ese oasis llegó otra familia. Inmediatamente un grito: “¡Oye, sí!”, que retumbó en todo el lugar, llevando la mirada de todos hacia ellos, menos del que leía todavía extasiado su libro y del que había decidido dormir, que solo se movió, pero continuó con sus ojos cerrados. Acto seguido encendieron un bafle a todo volumen y comenzaron a hablar cada vez más alto, a través de esos sonidos.
     Mis amigos y yo no nos oíamos entre nosotros y decidimos ir a nadar, no se podía conversar. La niña se asustó y comenzó a llorar, eran muy fuertes aquellos decibeles del bafle para sus oídos infantiles y los gritos parecían discusión, para quien no entendía el idioma. Los cuatro muchachos comenzaron a gritar entre ellos para comunicarse. El que dormía levantó su toalla, tomó sus cosas y se fue como un zombi, dando pasos indecisos y con una mirada fija al suelo que mostraba su desconsuelo. La pareja con la niña recogió todo y se fue, tratando de consolar a la pequeña que no dejaba de llorar asustada. Justo después se marcharon los cuatro muchachos. Mis amigos y yo continuamos conversando en el mar, aunque casi a gritos para podernos escuchar. El joven del libro musitó sabe Dios qué cosas y también tuvo que irse. La pareja ya mayor miraba a la familia con reproche en sus ojos, como tratando de que fueran conscientes de todo el malestar que causaban; pero ellos muy ajenos a la realidad les sonreían y subían cada vez más el bafle, como si aquella mirada fuera de premio y no de reflexión.
     En el mar, alguien intentaba traducirle a otro la letra de aquella música estrepitosa, lo que provocó la risa de los hispanoparlantes que estaban más cerca y uno de mis amigos sugirió que mejor ni intentarlo. En fin, por unos pocos que decidieron sacar a pasear su mala educación y exhibirla públicamente, todos los demás que disfrutaban del lugar y de sus vacaciones, tuvieron que retirarse.
     Siempre digo que cada persona es libre de escuchar el tipo de música que prefiera consumir; pero irrumpir o tratar de imponer su gusto a la fuerza a otro, no es la mejor manera para que haya un disfrute. Es su cultura, sus vivencias, pero no necesariamente las de los demás.

                                                                                            …

La música es parte de la vida cotidiana. No importa credo, clase, género, edad, preferencias en estilos; es la banda sonora que nos acompaña cada día. Sin embargo: ¿cuánto sabemos sobre ella? Para intentar responder mejor a esta pregunta, hay que ir obligatoriamente hasta los orígenes mismos de la evolución humana.
     Según muchos teóricos el hombre comenzó a hacer los primeros sonidos por dos razones: por imitación y en una fase más evolucionada, para comunicarse.
     El hombre va descubriendo y reproduciendo el ritmo; ese que encuentra en lo cotidiano, diario, dentro de los sonidos propios de la naturaleza. Comienza a percutir y a darse cuenta de cómo iban surgiendo matices diferentes. La madera, la piedra, los huesos de los animales, el propio cuerpo, palmadas, sonidos onomatopéyicos, ritmos sencillos y polirritmias ya más complejas… y lo que empieza como imitativo, se convierte luego en el nacimiento de la percusión.
     Escucha entonces a las aves y comienza a imitarlas con su voz a tratar se silbar. También los diferentes sonidos de los animales que le rodeaban. Al vivir en comunidades, todo esto empezó a formar parte del grupo y crearon sus propias señas sonoras para comunicarse.
    Poco a poco, y en la medida en que crearon sus herramientas para cazar, pescar y cultivar, perfeccionaron también los instrumentos musicales. Los primeros en nacer serían los percutidos, entre ellos los tambores que confeccionaron con diferentes tipos de maderos, a los que les agregaron con el tiempo membranas, hechas con las pieles de los animales.
     Así mismo surgieron los aerófonos o instrumentos de viento o aliento. Los primeros fueron creados con maderos y con huesos de animales. En algunas culturas adornaban estas flautas o silbatos con piedras preciosas.
     Si bien la música surge por imitación, alcanza luego su esplendor a medida que el hombre va evolucionando. Pasó a ser pensada, estudiada, a formar parte de complicados códigos matemáticos y alcanzó el virtuosismo cuando exigió el máximo de las posibilidades físicas e interpretativas.
     Actualmente, el primer encuentro con la música continúa dándose por imitación. Depende de la cultura o del grado de sensibilidad que alcanza el hombre para comprenderla, decodificarla, estudiarla y dominar su técnica interpretativa.
     Es importante conocer sus especificidades porque no nos es afín algo con lo que no estamos identificados, que no ha formado parte de nuestro back ground sonoro, o de nuestra cultura, que no entendemos y no podemos comprender y como resultado, disfrutar al máximo.
     Sensibilizar a las personas con la música, llevarles hasta este maravilloso mundo y darles herramientas para que puedan valorar conscientemente lo que escuchan, hará que algunos tomen conciencia de aquello que consumen por imitación y carece de total sentido artístico. No es repetir frases sin sentido, cosas que normalmente no se usan en un diálogo inteligente entre dos seres humanos. Por lo que se puede llegar a la conclusión que muchos oyen, pero no escuchan conscientemente aquello que reproducen, imitan y comparten socialmente. De ahí la importancia de analizar, pensar y reflexionar sobre aquello que va a formar parte de la banda sonora de nuestras vidas y que será para muchos una carta de presentación.
     Desde que un niño nace, está escuchando la voz de la madre en el vientre. Estudios recientes afirman que la naturaleza de los sonidos que la madre escucha, afecta directamente el sistema nervioso del niño. Se recomiendan sonidos apacibles y a decibeles bajos, para no causar daños, que en edades tempranas pudieran llegar a ser permanentes.
     Todo lugar tiene un sonido, un brillo diferente del sol y un olor que lo caracteriza. Despertar los sentidos es aprender a vivir el presente, con toda la fuerza e intensidad que merecemos. Tomamos conciencia del mundo que nos rodea a través de lo que percibimos. Nos identificamos con aquello que nos es conocido, que nos recuerda la familia, el lugar dónde nacimos, estudiamos, crecimos, a los amigos, los acontecimientos más importantes de nuestras vidas. Todo esto tiene en el recuerdo una historia, un olor, un sabor, un color o  una imagen y un sonido. Es precisamente eso lo que va conformando nuestra identidad.
     Cuando vas al mar puedes luego cerrar los ojos y recordar el calor del sol, la sensación de la arena debajo de tus pies, el sonido de las olas, el agua en tu piel, el azul del cielo y del mar, las aves marinas, el sabor de algún platillo de mariscos frescos.
     Después de una visita a un río puedes recordar el verde de la vegetación que lo rodea, el sonido de las aves, la transparencia del agua, el ambiente en general. La banda sonora que acompaña a ese recuerdo es totalmente diferente a la del mar. Igual en la montaña, con sus paisajes panorámicos, el pasto debajo de los pies y el sonido de los árboles meciéndose al compás del viento.
     En un parque está la risa de los niños jugando, el sonido de bicicletas, personas conversando, autos a lo lejos, aves, pasos, voces. Todo es diferente en cada lugar. Hasta en un restaurante, en una escuela, en un jardín de niños, en un juego deportivo, en un teatro o en un café. ¿Cuántas veces somos conscientes de las diferencias? ¿Cuántas veces escuchamos realmente la vida que transcurre a nuestro alrededor?
     Si llevamos a todas partes nuestra banda sonora, nunca vamos a saber cómo suena cada lugar al que vamos. La playa, el río, la cascada, la hierba con el aire, las ramas de los árboles, la risa de los niños, la lluvia al caer, las voces y risas de nuestros seres queridos y cada ciudad, todo tiene un sonido diferente. ¿Realmente vivimos en el presente? ¿Escuchamos? Creo que si pregunto: ¿a qué suena tu vida?, ¿qué sonidos te acompañan cotidianamente? La respuesta más común sería alguna canción de moda, que se repite y se repite y se repite hasta el cansancio; pero pocos podrán tener la autenticidad de responder conscientemente una pregunta tan sencilla como esta.
     No sabemos escuchar la vida en su totalidad ¡Es un reto intentarlo!
     ¿A qué suena tu vida?