Por Silvia Zárate
Carga en su espalda la ancestral tristeza del oprimido,
en la sangre le corren ríos de mestizaje que lo laceran,
sus pies agrietados se confunden con los de la tierra,
heridas secas como su esperanza.
Las manos curtidas de trabajar la madre tierra
no esperan nada.
Porta en sus ojos negros dos recias obsidianas
herencia de los antiguos mexicanos.
La sangre le hierve ante la injusticia
y emula al gran Cuauhtemoc.
El silencio dignifica su valor.
Ve pasar una y otra generación
sin oír de nuevo al hermoso «cenzontle,
pájaro de cuatrocientas voces»1.
Cree escuchar el sagrado sonido del caracol.
Desciende el águila y con ella la gran Tenochtitlan
una y otra vez.
Ríos de sangre gritan, guerreros águilas vuelan.
Quetzalcoatl, Coyolxauhqui, Huitzilopochtli, Tezcatlipoca, Tlaloc y Coatlicue, son mancillados.
Gime la tierra,
piedras enormes con olor de conquista la cubren.
El esplendor de tu cultura corre por sus venas,
ni mil conquistas te han opacado.
Tus pirámides emergen como símbolo de tu grandeza eterna.
Él seguirá caminando, buscando la señal del águila,
devorando a la serpiente y la laguna perdida
en los celajes del tiempo.
1 Nezahualcóyotl.
Arte que sangra por una oreja
Los campos floridos vistos en la juventud
estrecharon la mano inmortal,
viajeros eternos.
Pincel estrellado en una noche silenciada
que siguió al Ángelus en la tierra de Millet.
Profusión de girasoles iluminan el rostro rojo y triste
en la habitación pintada de un anhelo de vida.
El no, nunca,
que tanto atormentó no se oye más,
a pesar de la generosa mano de Theo.
Soledad,
dolor,
incomprensión,
grita el ser.
Alegría,
color
y grandeza,
triunfan
sobre la línea que inunda los lienzos.
Los colores holandeses se degradan en tonalidades arlesianas
protegidas por un Mistral poderoso sin menguar.
Una habitación amarilla se cimbra
al sentir el helado filo de la navaja
cercenando la sensible oreja de un espíritu indómito.
Voces extrañas tiñen el espacio púrpura.
Remy sabe que
«ninguna alma excelente está exenta de ligera locura»1.
En las nubes de Auvers-sur-Oise vuelan pájaros negros
sobre el trigo dorado en un día triste,
mientras una mano se levanta venciendo al hombre
cuyo pincel se desangra en tintes paroxísticos
de una paleta nacida del dolor y la belleza.
1 Aristóteles.
El tiempo
El tiempo, aliado y testigo de todo,
socava con su presencia años,ojos, piel y sueños,
haciéndonos eternos y parte de él.
Nos conocemos desde siempre,
yo no soy la misma.
Él, sigue siendo un niño anciano,
que permanece en nuestras vidas
para recordarnos que somos pasajeros
en su inmensidad…
Él no se va,
se queda en los bosques, mares,
paredes y entrañas
de todo ser vivo o inerte respirando.
A veces, se juega con él,
queriéndolo engañar,
nos escondemos un instante
apareciendo de nuevo en el espejo,
en el rostro, en la piel, en los lugares que no alcanzamos,
en la realización de lo que pudimos ser y hacer
y, finalmente, en el último grano de arena
de nuestro reloj de vida.
Tlatelolco
Tan antiguo como tu nombre, lugar de tres culturas,
«escenario de luchas cruentas,
todavía se escuchan guerreros indígenas y jinetes españoles»1.
Ayer tus pirámides se lavaron con la sangre de los antiguos mexicanos,
hoy las máquinas del gobierno asesino
no logran borrar la sangre fresca de centenares de jóvenes
a los cuales se les cortaron las alas
llevándose con ellas sus sueños de vida.
Tampoco se olvidan y borran sus gritos y lamentos
que se confunden con los de los niños, mujeres y ancianos
cuya sangre derramada se entremezcla con la de los caídos.
En el cielo que llora
se ven luces de bengala…
huele a muerte, es la luz de la oscuridad infinita.
Los colosos de Tlatelolco,
sienten la pisada dura de la bota y del casco militar,
suben en tropel
y una vez más es violada nuestra Constitución,
aparece Coatlicue, diosa de la vida y la muerte,
que corre, resbala, hurta, viola, mata
y esparce la sangre de sus hijos
en cuyos ojos aún se asoma el temor y la inocencia de un niño.
Mi Patria, una vez más gime, la herida es profunda
que no alcanza a cicatrizar.
De pie está como está la dignidad de los muertos de Tlatelolco
y de los vivos que seguimos clamando justicia
para los mártires de la Plaza de las Tres Culturas,
hoy vestida de negro y no blanco,
cuya tenue silueta deambula y solloza
por sus hijos cobardemente asesinados.
1 Enciclopedia de México, Tomo 12.
Los panteones
Los olores perturban mis sentidos,
son los muertos que me buscan,
me deslumbra el mármol frío
y toco el adiós helado del mosaico que custodia.
El silencio perfora mis entrañas,
los ojos del ayer se fueron,
el alma enmudece
cuando el lacerante dolor me acompaña,
como único aliado en estas gélidas cuevas de despojos humanos.
Rosas, azucenas, cristos, cartas, pretenden adornar lo inerte
con las palabras que no se dijeron al ser querido.
Ahora se incrustan en nichos
como redentores de una vida egoísta y soberbia.
Es el santuario de los caminantes vencidos por la existencia.
Aquí se mezclan polvos de todos los colores,
cada uno tiene su historia.
¿Acaso una tumba engrandece?
¿La flama perpetua purifica a quien no dejó huellas trascendentes?
El humano se protege con el polvo de sus muertos
ocultando su remordimiento y miseria humana,
proporcional a ello el llanto crece,
construye mausoleos para reivindicar su propia mezquindad
ofrecida al ser convertido en cenizas.
La memoria contiene polvo de olvido y culpa.
Para muchos los panteones son desiertos
y monumentos catárticos,
triste respirar y destino la de los muertos en vida.