Por Rafael Alberti
Tal vez, oh mar, mi voz ya esté cansada 
 y le empiece a faltar aquella trasparencia,
 aquel arranque igual al tuyo, aquello 
 que era tan parecido a tu oleaje.
Han pasado los años por mí, sus duras olas 
 han mordido la piedra de mi vida,
 y al viento de este ocaso playero ya la miro 
 doblándose en las húmedas arenas.
Tú, no; tú sigues joven, con esa voz de siempre 
 y esos ojos azules renovados 
 que ven hundirse, insomnes, las edades.
Retornos del amor en la noche triste
Ven, amor mío, ven, en esta noche 
 sola y triste de Italia. Son tus hombros 
 fuertes y bellos los que necesito. 
 Son tus preciosos brazos, la largura 
 maciza de tus muslos y ese arranque 
 de pierna, esa compacta 
 línea que te rodea y te suspende, 
 dichoso mar, abierta playa mía. 
 ¿Cómo decirte, amor, en esta noche 
 solitaria de Génova, escuchando 
 el corazón azul del oleaje, 
 que eres tú la que vienes por la espuma? 
 Bésame, amor, en esta noche triste. 
 Te diré las palabras que mis labios, 
 de tanto amor, mi amor, no se atrevieron. 
 Amor mío, amor mío, es tu cabeza 
 de oro tendido junto a mí, su ardiente
 bosque largo de otoño quien me escucha. 
 Óyeme, que te llamo. Vida mía, 
 sí, vida mía, vida mía sola.
Nocturno
Está vacía Roma, de pronto. Está sin nadie. 
 Sólo piedras y grietas. Soledad y silencio. 
 Hoy la terrible madre de todos los ruidos 
 yace ante mí callada igual que un camposanto. 
 Como un borracho, a tumbos, ando no sé por dónde. 
 Me he quedado sin sombra, porque todo está a oscuras. 
 La busco y no la encuentro. Es la primera noche 
 de mi vida en que ha huido la sombra de mi lado. 
 No adivino las puertas, no adivino los muros. 
 Todo es como una inmensa catacumba cerrada. 
 Ha muerto el agua, han muerto las voces y los pasos.
 No sé quién soy e ignoro hacia dónde camino. 
 La sangre se me agolpa en mitad de la lengua. 
 Roma me sabe a sangre y a borbotón la escupo. 
 Cruje, salta, se rompe, se derrumba, se cae. 
 Sólo un hoyo vacío me avisa en las tinieblas 
 lo que me está esperando.
Lo que dejé por ti
Dejé por ti mis bosques, mi perdida 
 arboleda, mis perros desvelados, 
 mis capitales años desterrados 
 hasta casi el invierno de la vida.
Dejé un temblor, dejé una sacudida, 
 un resplandor de fuegos no apagados, 
 dejé mi sombra en los desesperados 
 ojos sangrantes de la despedida.
Dejé palomas tristes junto a un río, 
 caballos sobre el sol de las arenas, 
 dejé de oler la mar, dejé de verte.
Dejé por ti todo lo que era mío. 
 Dame tú, Roma, a cambio de mis penas, 
 tanto como dejé para tenerte.
Al claroscuro
A ti, nocturno, por la luz herido, 
 luz por la sombra herida de repente; 
 arrebatado, oscuro combatiente, 
 claro ofensor de súbito ofendido.
A ti, acosado, envuelto, interrumpido, 
 pero de pie, desesperadamente. 
 Si el día tiembla, tú, noche valiente; 
 si la noche, tú, día enardecido.
A ti, contrario en busca de un contrario, 
 adverso que al morder a su adversario 
 clava la sombra en una luz segura.
Tu duro batallar es el más duro: 
 claro en la noche y por el día oscuro. 
 A ti, Rembrandt febril de la Pintura.
A Federico García Lorca
(VERANO)
Sal tú, bebiendo campos y ciudades, 
 en largo ciervo de agua convertido, 
 hacia el mar de las albas claridades, 
 del martín-pescador mecido nido;
que yo saldré a esperarte amortecido, 
 hecho junco, a las altas soledades 
 herido por el aire y requerido 
 por tu voz, sola entre las tempestades.
Deja que escriba, débil junco frío, 
 mi nombre en esas aguas corredoras, 
 que el viento llama, solitario, río.
Disuelto ya en tu nieve el nombre mío, 
 vuélvete a tus montañas trepadoras 
 ciervo de espuma, rey del monterío.
 
											 
   
  
 
						













