Por Emily Dickinson

Sentí un funeral en el cerebro,
acompañantes que iban y venían
pasos-pasos tan sonoros-que era
como si taladraran el sentido-
y cuando ya todos estuvieron sentados,
la ceremonia, como un tambor-
sonaba-y sonaba-hasta que me pareció
que la mente se entumecía-
oí entonces cómo levantaban la caja
y el crujido que atravesaba mi alma
con esas botas de plomo, otra vez,
luego el espacio-comenzó a tocar a muerto,
y todos los cielos eran una campana,

y la existencia, era sólo un oído,
y yo, y el silencio, alguna raza extraña
náufraga, solitaria, aquí-
y luego a la razón se le partió una tabla,
y yo caí, y caí-
hasta tocar un mundo, en el descenso,
y llegué al final de todo conocimiento -entonces-

 

¡Yo soy nadie! ¿quién eres tú?
¿eres-nadie-también?
¡ya somos dos, entonces!
¡no digas nada! ¡Nos desterrarían-ya sabes!

ser-alguien-¡qué funesto!
¡qué vulgar!-como una rana-
¡cantándole tu nombre-día tras día-
a la primera charca que te admire!