Por Antón Chéjov

La sala del consejero civil Scharamikin está envuelta en una grata media luz. Una gran lámpara de bronce, de pantalla verde, imprime un tinte verdoso, de un tono noche ucraniana, a las paredes, a los muebles, a los rostros. En la chimenea, de cuando en cuando, se enciende súbitamente un leño a medio consumir, inundando por un instante los rostros con reflejos de incendio. Esto no perjudica, sin embargo, al conjunto armónico de luces. Se mantiene lo que llaman los pintores, el tono general...

            Ante la chimenea, en la postura del hombre que acaba de comer, hállase sentado el propio Scharamikin, señor de edad, grises patillas de funcionario y tímidos ojos azules.

Una expresión de ternura invade su rostro, y sus labios se pliegan en una triste sonrisa. A sus pies, alargando estos hacia la chimenea  y desperezándose, se sienta en una banquetica el vicegobernador Lopnev, hombre arrogante, de unos cuarenta años. Nina, Kolia, y Vania, los hijos de Scharamikin, juegan junto al piano. Por la puerta, ligeramente entreabierta, que conduce al despacho de la señora Scharamikina, penetra tímidamente la luz. Allí, al otro lado de la puerta y ante su mesa de escritorio, está sentada Anna Pavlovna, la mujer de Scharamikin, presidenta del Comité de Señoras de la localidad; vivaz y graciosa damita de aproximadamente treinta años y un piquito. A través del cristal de los impertinentes sus ojitos negros recorren deprisa las páginas de una novela francesa. Bajo la novela están las hojas desordenadas de una Memoria del Comité, del año anterior.

            —¡Nuestra ciudad, antes, era mucho más afortunada en ese sentido! —dice Scharamikin guiñando los tímidos ojos, fijos en el carbón que se consume lentamente—. ¡No pasaba invierno sin que viniera por aquí alguna estrella!... Aquí estuvieron actores y cantantes célebres, pero hoy en día... ¡esto es un asco!... ¡Por aquí no viene nadie más que los prestidigitadores y los musicastros!... ¡No es posible gozar de placer estético alguno!... ¡Se vive como en un bosque!... Sí... ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano?..., ¿Cómo se llamaba?... ¡Muy moreno! ¡Alto!... ¡Dios me ilumine!... ¡Ah, sí!... Luigi Ernesto de Ruggiero... ¡Un talento extraordinario!... ¡Qué fuerza la suya!... ¡Decía una palabra y el teatro se venía abajo!... Mi Aniutochka se interesaba mucho por su talento. Ella fue la que le proporcionó el teatro y colocó entradas para diez representaciones. Él, en compensación, le daba lecciones de declamación y de música. ¡Un hombre simpatiquísimo!... Hará cosa de unos doce años, para no mentirle, que vino por aquí... ¡No!... ¡Miento!... ¡Menos! Cosa de unos diez años. ¡Aniutochka!... ¿Qué edad tiene nuestra Nina?

            —¡Ha cumplido los ocho! —dice desde su despacho Anna Pavlovna—. ¿Por qué?

       —Por nada, querida... Era que... También venían cantantes buenos. ¿Se acuerda usted del tenore di Grazzia Perilipchin?... ¡Qué hombre tan agradable! ¡Qué apostura la suya!... Rubio... ¡Con un rostro tan expresivo y unos ademanes parisienses!... ¡Y qué voz, excelencia! Solo había que deplorar una cosa..., que algunas notas las daba con el estómago y el re lo cogía de falsete. Si no hubiera sido por eso, lo demás estaba todo muy bien... Decían que estudiaba con Tamberlik... Aniutochka y yo le conseguimos la sala en el Círculo, y en agradecimiento se pasaba cantándonos los días y las noches enteras. Daba lecciones de canto a Aniutochka. Vino..., me acuerdo como si fuera ayer..., durante la gran Cuaresma. Hará cosa de unos doce años, no más. ¡Qué memoria la mía, y que Dios me perdone!... ¡Aniutochka! ¿Qué edad tiene nuestra Nadechka?

       —¡Doce!

       —Doce..., eso es. Y si añadimos diez meses, trece... En nuestra ciudad, antes, puede decirse que había más vida... ¡Los bailes benéficos, por ejemplo!... ¡Qué bailes más maravillosos teníamos entonces! ¡Qué encanto!... ¡Cómo te cantaban, te representaban y te leían!... Después, cuando la guerra, recuerdo que esto se llenó de turcos prisioneros y que Aniutochka organizó una velada en beneficio de los heridos. Reunió mil cien rublos... Me acuerdo que los oficiales turcos perdían la cabeza por la voz de Aniutochka y a cada momento venían a besarle la mano. Asiáticos y todo, eran agradecidos. La velada resultó tan lograda que la consigné en mi Diario, créame. Aquello fue, me acuerdo como si fuera ayer... en el año setenta y seis. ¡No!... En el setenta y siete... ¡No! Veamos... ¿Cuándo estaban aquí los turcos? ¡Aniutochka! ¿Qué edad tiene  nuestro Kolechka?

       —Tengo siete años, papá —dice Kolia, un chicuelo morenito, de rostro tostado y cabellos como el carbón.

       —¡Sí!... ¡Envejecemos!... ¡Ya no hay aquella energía! —asiente Lopnev suspirando— ¡Y la causa es esa! ¡La vejez, padrecito!... ¡No, no hay  nuevos iniciadores y los viejos envejecieron!... ¡Ya no existe aquella llama!... A mí, cuando era más joven, me desagradaba que la sociedad se aburriera... Yo era el primer ayudante de su Anna Pavlovna. Si había que organizar una velada con un fin benéfico, o una lotería, o atender a cualquier celebridad que viniera..., lo dejaba todo a un lado y me dedicaba a ello por completo. Me acuerdo de que, durante un invierno, fue tanto lo que corrí que acabé cayendo enfermo... ¡Nunca me olvidaré de aquel invierno!... ¿Se acuerda usted de la función que compusimos Anna Pavlovna y yo en favor de los damnificados por el incendio?

       —¿En qué año fue?

       —No hace mucho... En el setenta y nueve...

       —¡No!... Me parece que en el ochenta... Dígame... ¿qué edad tiene vuestro Vania?

       —¡Cinco! —grita desde el despacho Anna Pavlovna.

       —Pues entonces hace seis... Sí, amigo... Las cosas eran... ¡Ahora es de otra manera! ¡No hay aquel fuego!...

       Lopnev y Scharamikin quedan pensativos. El leño a medio consumir chisporrotea por última vez y se cubre de cenizas.

Tomado de La sala número 6 y otros cuentos, Editora Nacional de Cuba, La Habana, 1964, pp. 161-163. (N. del E.).