Por Fiódor M. Dostoievski

 
En una fría noche de invierno, Iona Potapov, un anciano cochero, estaba sentado en su carruaje, rodeado por la nieve que cubría la ciudad. Su cuerpo estaba encorvado bajo un viejo abrigo, mientras los copos de nieve caían sobre su sombrero y hombros, reflejando el peso del dolor que llevaba en el corazón.

Hace apenas unos días, Iona había perdido a su único hijo. La tristeza lo consumía, pero no encontraba a nadie con quien compartir su sufrimiento. La gente pasaba rápidamente por las calles, ocupada con sus propios asuntos, sin prestar atención al anciano que parecía cargado por el peso de la vida.

El primer pasajero subió a su carruaje, un joven apurado que quería llegar a su destino. Iona, con voz vacilante, comenzó a hablar: “Mi hijo murió esta semana... Era un joven fuerte...”

Pero el joven no le prestó atención, limitándose a responder fríamente mientras señalaba el camino. Iona sintió desilusión, pero no le quedaba otra opción más que seguir trabajando.

Más tarde, otros dos pasajeros subieron. Sus risas ruidosas rompían el silencio de la noche. Iona intentó nuevamente hablar de su desgracia, pero fue recibido con indiferencia y burlas. Parecía que sus palabras se perdían en un vacío sin eco.
Al final de la noche, Iona regresó al establo. Allí, en medio del silencio, lo esperaba su caballo. Iona comenzó a acariciarlo y empezó a hablar: “¿Sabes, amigo? Mi hijo murió... Ya no me queda nadie. Solo te tengo a ti”.

El caballo permanecía quieto, como si lo escuchara con sinceridad, mientras Iona derramaba todo el dolor y las lágrimas que llevaba dentro.

En ese momento, encontró un poco de consuelo. El caballo no podía responder, pero estaba allí, y eso era suficiente para un hombre roto que solo buscaba un oído que lo escuchara, aunque fuera en silencio.