Por María Ángeles Pérez López


En la imaginación del cereal
la hoz no se reduce a una herramienta.

Media luna que canta en el centeno
su amor diseminado en cada corte,
la violencia más dulce del verano.

Metal de la alianza, la apetencia
en que la espiga entrega su esplendor,
circulación y flujo de lo vivo
que se resiste a ser identidad
y busca diluirse entre la harina.

Melaza en que se aprietan hierro y cobre,
aleación y prodigio de no ser
lo que se era al principio. Convincente
cesión hacia lo dúctil que transforma
el rígido enunciado del objeto
en savia derramada como aire,
como metal en punto de fusión
que corre enrojeciendo las dos manos.


En la ardiente planicie de la siega
se estrechan la cuchilla y las gramíneas
mientras los cuerpos buscan a los cuerpos
y las letras se funden lentamente
con la vocal redonda de la hoz.
Disolución de lo que fue en el todo
que es morir y nacer para la boca.

          con Claudio Rodríguez, de nuevo

(de Fiebre y compasión de los metales, 2016)

 

[En el aire, la piedra]


En el aire, la piedra ya no duele.
Cuando rueda, recorre con violencia
la edad que se camina hasta ser bronce
y transforma en herida cada lasca.

Limadura, fracción con que el lenguaje
despedaza la piedra en sus dos sílabas
como vocablo hendido y estilete
que afila la humildad de la derrota
para ofrecer la dádiva del miedo,
la floración solar del sacrificio.

Piedra cuchillo, caracola de aire
que encierra los sonidos de la tribu
en el tambor solemne de la guerra,
en la angustia y pezuña de animal,
en la desesperada turbación
con la que Gaza sangra por sus cifras.

Sin embargo, la piedra se resiste.
No está dispuesta a ser domesticada.
Hay en su corazón un alto pájaro.
Hay en ella arrecifes, elefantes,
caminos y escaleras, soliloquios,
las circunvoluciones, el destino,
el álgebra, la luz de las estrellas,
el abrazo de Abel y de Caín.

Hay en su corazón un alto pájaro.
Cuando vuela en el aire, ya no duele.

(de Fiebre y compasión de los metales, 2016)

 

[Los naranjos, los peces]


Los naranjos amparan a los peces.

En la proximidad de la mar dulce,

las raíces remojan sus tobillos

y se echan a nadar tras desnudarse.

No se traban, el agua las acoge,

aligera su oscuro enclaustramiento.


En ellas está el grumo de los días,

la angustia de las redes y los torsos

que elevan el sonido de la lluvia

hasta la desolada vertical,

pero el agua hace ingrávido el dolor,

se despilfarra en migas sobre el aire

y esparce con revuelo cada garza.


Matorrales, coníferas, madroños

descienden hasta el lago sus dos pies.

Entregan el verdor, la ondulación,

la altura en que la cúpula del cielo

se vuelve donación y transparencia.

Todos ellos amparan a los peces.

En sus troncos se escribe nuestra historia.

Muesca de luz que así se restituye.

(de Fiebre y compasión de los metales, 2016)

 

[MI CUERPO CHOCA CONTRA LOS PRONOMBRES]


Mi cuerpo choca contra los pronombres. No sé a cuál de sus exigencias obedezco.

No es cierto que sean cáscaras vacías: son vísceras y plasma en la transfusión que cede cada uno de nosotros. Cuando va a amanecer y salimos desnudos a la habitación más fría del idioma, entregamos materia y ADN.

La luz parece tan solo una escaramuza y los hospitales todavía no apaciguan el pavor, pero nosotros ya avanzamos por corredores simétricos y grises con un hilo de sangre de la mano, como si Ariadna hubiese decidido no llamarse Ariadna sino Penélope y tejer toda la noche su condena. Como si ellas dos se hubieran abrazado en la temperatura del temor y hubieran recordado que la sangre es un hilo que cose cada parte de su cuerpo: un riñón sobre el otro en la diálisis; las dos clavículas como dos mariposas atrapadas que el esternón clavó contra su tórax; un ovario que llama al otro en las veintiocho ocasiones en que la luna gira alrededor; o el agua en los pulmones del ahogado. Como si las dos fueran una: solo un hilo. De la sangre que gotea por él, muy deprisa, caen los pronombres y manchan el suelo. Se enfadan quienes limpiaban las salas del hospital. Podríamos haber soltado piedritas para tropezar en el agotado itinerario de la vuelta. De todas formas se habrían enfadado, o ¿es que acaso se incluyen en la palabra nosotros? Lo desconozco.

¿Y ahora? ¿Quién crees que eres yo?

Solo soy una herida en el lenguaje.

 

                                                                                                                                   con María Ángeles Maeso

(de Incendio mineral, 2021)

           

[SOBRE EL ECZEMA DEL ASFALTO]

Sobre el eczema del asfalto corre una hilera de hormigas laboriosas. Ellas conocen el poema de Pound y no le temen a la palabra usura porque en el territorio del hambre no resulta posible imaginarla. Artrópodos de las inmediaciones del lenguaje.

Escarban bajo tierra por si hubiese otras acepciones más nutricias. No necesitan decir hoja o decir savia para sentir la felicidad extrema de los dientes. No necesitan que yo ponga en su boca nada más que una miga desenvuelta. Pueden hacer suya la ciudad porque la hemos abandonado a su intemperie y ellas pertenecen también al mismo reino de lo invisible que las mendigas rumanas junto al supermercado.

Cuando están muy cansadas y se duermen sobre los carros vacíos de la compra, los insectos penetran en su sueño. Al fondo del agua más oscura, donde han quedado quietas brevemente, comparten con las piedras su inmovilidad.

Nada ocurre en la superficie que se irisa con el viento pero en el lodo profundo las larvas se agitan. Mientras el agua duerme, ellas reclaman alimento a los adultos, que les entregan materia líquida regurgitada.

Entonces recuerdo de golpe que yo también he crecido con palabras que otros lamieron y han masticado hasta la extenuación, como esos chicles rosa con los que termina doliendo respirar. Las han deglutido y vuelto a deglutir dejándolas resecas en su hollejo, pero yo lo chupaba con fruición por si aún soltasen alguna perlita de sabor en mi boca. Las han peinado con morosa severidad o desinfectado cuando sangraba la piel en las rodillas de la infancia. Las han abrigado, vestido de uniforme, desnudado en los hoteles. Las han poseído.

En el sueño las larvas (las palabras) crecen veloces y avanzan disciplinadamente como niñas enlutadas que llevaran una tela de pañal en la cabeza, madres de otra plaza circular cuyo oscuro grito no termina de agotarse. Cuando el sueño se rasga, la luz primeriza del amanecer descubre a algunas de ellas hilando seda.

¿Son las moiras? ¿Las ilegibles fulguraciones de la noche que muere? ¿Las que transformaron el cordón umbilical en hilo destrenzado y deglutido?

También está genéticamente determinado su sexo, y se dividen según sus cromosomas. ¿Las palabras? No, los insectos (e insectas).

Me sobrecoge sentirme tan cerca de su lado, en lo invisible y verdadero que es la piel enfermiza en la ciudad sobre la que caminan sin temor.

Los científicos las llaman hormigas del pavimento, y cuando las nombran tan objetiva y presuntuosamente, creen cancelar cualquier duda que se hubiese abierto debajo de sus patas, pero lo cierto es que al correr por la piel enrojecida del asfalto, traen la luz y verdad de lo inasible. Son apelaciones radicales de la sombra.

Las mendigas y yo también lo somos.

                                                                                                                                                 con Aníbal Núñez

(de Incendio mineral, 2021)


[QUIZÁS ZIGURAT, QUIZÁS GUEPARDO]

Enigma y zigurat en la tormenta. Parpadea el relámpago mientras caen los milenios, las palabras de adobe, cada generación esquiva y convincente.

La sangre que irrigaba el territorio ha cedido, entrando en las córneas, en la multiplicación de vasos y conductos, subsumida. Se van petrificando los estambres. Varias superficies de torres, templetes, santuarios, ven caer los tejidos conectivos. Hemoglobina sumiéndose bajo el zigurat. Como una lengua de carne que perdiese. Una lámina roja salpicando a la vez al chacal y al carnero. Hay también lana fósil, residuos capilares, la canción inconclusa de los corzos.

¿Entonces, por qué permanece el zigurat? Si ni siquiera sé decirlo bien, si es voz en femenino cuando hablan acadio. Siempre están las palabras tropezándose. ¿De verdad intentaron poner una tras otra y escalar hasta el cielo? ¿Incluso si los peldaños eran el armazón de un único idioma? ¿El hueso y la espina de un solo lugar? Y antes de la torre, en esa torre, ¿se entenderían leopardo y guepardo? ¡Pero si ellos no tropiezan entre sí! Gracilidad estricta del guepardo que muerde con amor a las gacelas. A las crías de otros animales. A todas las bocas del comienzo y las que han quedado muertas, extinguidas.

Sigiloso, el guepardo. El brillo de su mandíbula en Anatolia, ¿contará como parte de lo vivo? Si hay motas oscuras salpicando el lenguaje, ¿contarán como parte de lo vivo? Acecha el animal y nos despierta. Al amanecer he pintado líneas negras en mi rostro para traerlo aquí, brotando en lacrimal. Una línea del set de maquillaje, esa herida ungulada que no entiendo.

Estigma y zigurat en la tormenta
                     La lengua que se traba y
                                                           se
                                                                           desploma
                                                           Guepardo sobre el cuerpo mineral 
                                                                                 Magnetismo golpeando en el talud
                                                                                             Imagen en que surgen los desiertos
Ahhh, ¿pero no eran peldaños ascendentes?

Escalera que aflige lo real, que desciende hasta el tiempo de la tierra. El agua del idioma no remonta, se encharca y desciende por ese esqueleto (el de cada escalón, el del leopardo). ¿Pero no habíamos quedado en que era el otro felino? ¿Se entregan los dos a la profundidad? Desde ella nace el negro sol de las especies como si todo se asomase hasta el vértigo abrupto de caer.

Quiero decir enigma y zigurat pero sólo tengo arena en la garganta. ¿O eran las agujas, los glosarios, el grito que despierta en el vivir?  En el mapa tatuado en cada nuca no alcanzo a saber lo que se dice. Línea sangrando, dunas que confunden. La aguja Magnum como el revólver Magnum con el que algo se dice en cada cuerpo.

Por eso la lengua está sucia, consanguínea, como un melocotón maduro que han mordido los pájaros y hubiera terminado cayendo y golpeándose. Siempre se escribe desde el hematoma. De cada astilla o hueso o quemadura brota también el lenguaje como pulpa consanguínea. Si cierras la mandíbula sobre tu propia mano sale un agüita roja que oscurece el papel, la rampa sur de cada zigurat.

Se subía por él hasta una espléndida torre. Cámara eterna, habitación de las delicias, ¿con cuántos aposentos acercarse a la luz? ¿Subirían los ciervos tras el aire? ¿Girarían los pájaros deprisa para hacer posible la rotación del mundo? ¿Y si la luz brota a oscuras de la tierra? Cuando aprietas los párpados también salta la sangre.

                                                                   Entonces el guepardo se acerca al zigurat.
                                                        ¿Reconoce allí arriba su abolengo?
                                              ¿Linaje entre la herida y la belleza?
                                   ¿Exclamación de viento y mordedura?

En el periodo de Ur, el monarca era un joven y fiero leopardo que sólo bebía de la leche justa. ¿Entonces, se bebe la sangre del enemigo como leche? ¿Se endurecen así los caninos? ¿Los cambiamos cuando muda nuestra sed? En los patios del colegio, en el acoso, en la turbulenta adolescencia siempre hay alguien cambiando los caninos. Alguien que se ha tatuado sobre el bíceps las patas retractadas en la velocidad, la alianza temible de la sombra. Alguien que escruta entre las vísceras el resplandor urgido del ahogo.

Quizás los peldaños tenían que descender. Quizás el zigurat (la zigurat) se había empezado a construir desde un ala (o un cetro) (o una nube) y había ido bajando hasta la tierra. Entonces caería desplomándose. Caerían las torres, las palabras, aquello que te muerde y no comprendes. Golpeo el suelo con las patas, la cabeza, el bíceps o el cuádriceps pintados. Yo también caigo porque no comprendo, colapso en lo animal que soy (no soy).

            ¿Caemos porque somos extranjeros? ¿No logramos nunca terminar de llegar? ¿Crecemos en una tela transparente y nunca terminamos de llegar? Los ojos se llenan de tierra, todo lo envuelve la arena y la tierra, todo es opaco y el cristalino se desprende, tumefacto y atroz, también opaco. En la desolación extrema, sólo será transparente la muchacha que abraza al migrante. Ambos transparentes en lo atroz, lo tumefacto, el alfabeto infame de lo real. La transparencia salta, con la sangre, de los ojos que miran lo real.

Te dices: todos somos extranjeros. Te dices: no puedo hablar esta lengua aunque sea mi lengua. ¿Es que hay una cadenita invisible por la que las palabras quedan atrapadas junto a ti? ¿Hay algún posesivo en las personas? Herraje en la vagina, el pubis infantil, la mano de obra cuando es brazo y diente y pie de obra, persona de obra, la metonimia atroz y tumefacta. Zigurat separando tierra y cielo.

Te dices: mi lengua es sólo la de las equivocaciones. Querrás decir cadena y dices cifra (celaje) (celosía).

Si han de caer                                    las torres
                                                           los milenios
                                                           cada generación esquiva y convincente
                                                                                  que hable sólo la piel
                                                                                           sólo el abrazo
                                                                                                       tan sólo los pezones
                                                                                                                     que no sangran


NOTAS

  • Anclarse a tierra. Amarrarse al día en cada grumo. Ni cepo ni tobillo que tropiece, sólo tierra que dice la verdad. Comerla y saber que estamos vivos. Tal vez subir sea sólo un modo más violento de caer, ese castigo enfermo de los dioses. Tierra que entrega abrazo que no sangra.
  • Anclarse para escribir una autobiografía de la leche. O quizás otra historia del algodón. Que fuese posible olvidar esta lengua: sabía Juan Luis Martínez que el español es una lengua opaca. Tropiezo en ella, en todos los idiomas menos el pajarístico, esa lengua transparente y sin palabras. Por eso me dedico con fruición y dolor a visitar escuelas y países, para hablar algodonés, para hablar la lengua madre de la leche. Y abrazar a sus intérpretes más cualificadas:
    • Mónica Ojeda
    • Cristina Rivera Garza

Abrazarlas, decir tierra muchacha. Y hacerlo en la mudez de las células vivas, citoblastos que protegen y curan los órganos, ácidos grasos de cadena larga.

  • Anclarse a tierra. Comerla para saber quién sigue vivo. Topillo y torcedura de esta línea.
  • ¿Guepardo y zigurat en los talones? ¿O era el leopardo y siempre me confundo? El migrante es la torre que va a comerse el rey pero sueño que grita y se levanta, que él es joven y fiero, que no cede.
  • La poesía tampoco cede. Aunque caigan milenios. Aunque un animal muerda tu nuca. Ante ti un océano de silencio y de sílice. Y se iza la muchacha que abraza este poema.


(de Libro mediterráneo de los muertos, 2023)