Por José “Pepín” Bello

 

“(…) He dicho rito, y es que no cabe otro sustantivo; por partes seguía los siguientes pasos: en una habitación ordenadísima, limpia hasta relucir, tomaba asiento. Colocadas en su lugar, lápiz, siempre usaba lápiz, goma de borrar y un bloc impoluto de cuartillas blancas, lisas. Cuando comprobaba que todo estaba a su gusto tomaba asiento, nunca en postura indolente, siempre erguido. Y entonces empezaba a un ritmo lento de toda lentitud que ya no abandonaba; era premiosísimo escribiendo, muchas veces delante de mí y de otros amigos, que por lo que salió de aquellas veladas, no alterábamos para nada su concentración. Allí estaba la peña, tan tranquila en actitud contemplativa, admirando al artista y sin decir ni caramba.

Cuando decidía que había terminado de escribir y salía de su hechizo, pasaba en un segundo y sin ningún esfuerzo a hablar de algo totalmente distinto, a contarnos cualquier historia o a declamarnos a los clásicos, si era Lope de Vega, mejor. Al influjo de Lope nació un rito en la Residencia que tenía a Federico como sacerdote: metido en la cama, se respaldaba en dos almohadas superpuestas, cogía la obra de Lope que había seleccionado y recitaba. Daba voz a todos los personajes sin necesidad de anunciar quién era cada cual, sólo por la entonación nos llevaba prendidos de la obra y de él hasta el final. Aquellas veladas eran un salto de siglos a las corralas, todo lo envolvía la magia lorquiana, nos metía en la historia y en la Historia, ¡qué genio! Teatro vivo de él para nosotros. Ese Lope, el teatro del sXX era el plano artístico por donde se hubiera inclinado Federico, según pienso. Nadie sabe dónde se hubiera llegado, pero a algún lugar cimero con toda certeza, vamos.

También era excelso declamando poesía. En ocasiones se acompañaba del piano para reforzar el estilo expresivo con una magia aún mayor, lo cual era el colmo. Tenía un modo tan particular de declamar que yo, que no tenía mal oído, terminé calcándolo a la perfección. Durante muchos años, muchos después de su muerte, fui capaz de recitar cualquiera de sus poemas con las mismas exactas inflexiones y las mismas pausas, los mismos silencios y el mismo tono que Federico empleaba. No era tan difícil porque no precisaba de ninguna falsificación en el acento, Federico no ceceaba al interpretar su poesía, no hablaba en andaluz, lo hacía en un castellano de Valladolid. Ya no soy capaz de remedarlo igual, pero lo oigo por dentro con la misma claridad que entonces, cuando le rodeábamos en la habitación para escucharle y admirarle, que al cabo era lo mismo. Qué voz, qué voz tenía…”



Tomado de la red (N. del E.).