Por Orlando V. Pérez

 

Le dije:
     —Oye, ese pela´o te va a robar todas las papitas.
     Mientras tomaba una del plato que la mamá le había puesto al alcance de la mano, me contestó:
     —Ella no es ningún pela´o, es mi bebé.
     —¡Ah! ¿Y cuándo la pariste?
     —Hace unos meses. ¿O es que ya se te olvidó?
     Estaba sentada a la mesa y la tenía comprimida entre el abdomen y el antebrazo izquierdo. Con la mano derecha escogía las mejores rodajas; abría despacio la boca, de labios pulposos y breves, y las saboreaba. Mientras hacía crujir otra rodaja más, me miró de reojo y me aclaró:
     —Se llama Marina.
     —Entonces, te ha robado el nombre.
     —Ni el nombre ni las rodajas —me contestó encolerizada, levantando la voz por encima del silencio.
     —¿Tú viniste del mar? —le pregunté.
     ¿Por qué lo sabes?
     —Porque nosotros lo sabemos todo.
     —A ver, ¿cómo me llamo yo?

     —A ver, déjame adivinar… Si tú vienes del mar, y la beba se llama Marina, te voy a llamar… Acqua.
     —Es que me llamo Acqua y le doy de mamar y de comer —me contestó con una pizca de énfasis en las palabras.
     Tomó otra rodaja del plato, puso a la bebé bocarriba sobre la mesa y se la colocó en la boca inmóvil. Luego, le puso algunas más, insistiendo una y otra vez en que comiera...
Al cabo de un rato, entre pícara y risueña me dijo:
     —¿Ves cómo la alimento?
     De pronto, me pareció ver cómo la bebita masticaba y masticaba sin parar. Me restregué los ojos y la volví a mirar: otra vez, le vi la boca inmóvil. Entonces pensé: “¡Qué tonto eres!; ¿no das cuenta de que estás delante de una futura mamá?”