Por Víctor Jesús Díaz

 

Corrían las postrimerías del año de l962 y durante una entrevista con la Dra. Nieves Valmaña Mujica en Ciudad Libertad para ubicarme, esta me propone la opción de incorporarme como profesor al Centro de Formación de Maestros Primarios de Minas de Frío en el corazón de la Sierra Maestra. En esta escuela tendría la oportunidad única de compartir experiencias con un nutrido grupo de profesores en la enseñanza de nuevo tipo que se gestaba en ese enclave situado a 1 200 metros de altura en lo más alto de la Loma de la Vela. Me explicó además que ya se habían realizado dos cursos anteriores y que todos los que por allí pasaron, habían quedado prendados del lugar y del maravilloso trabajo docente que se realizaba. Además, cuando me dijo que mi querida amiga Cheíta (así llamábamos cariñosamente a la Dra. Mercedes de Varona) era la directora del centro, sin pensarlo dos veces, acepté enseguida. Como ya conocía la vida en campaña, para mí no fue nada difícil prepararme para el largo viaje, concebido en varias etapas. La primera desde La Habana hasta Bayamo en ómnibus; la segunda, desde Bayamo hasta Estrada Palma por medios propios, es decir, “en botella”, porque a partir de allí no existía transporte regular. La otra etapa era desde Estrada Palma a Las Mercedes y la última, unos diecisiete kilómetros, desde este pequeño poblado hasta Minas de Frío, sólo podía hacerlo a pie en una fatigosa jornada que incluía el difícil ascenso de la Loma de la Vela, en cuya cima estaba enclavada la escuela.

     Recuerdo que aún se trabajaba en concluir las obras de la Ciudad Escolar “Camilo Cienfuegos” del Caney de Las Mercedes, y al llegar allí pregunté por mi amigo mexicano Miguel Zelaya, que conocí en mi anterior estancia en la zona y tuve la suerte de encontrarlo y que, después de degustar una cerveza fría y charlar un poco recordando otros tiempos, me condujera en su Jeep hasta Las Mercedes, donde me aguardaba un contingente de futuros alumnos que se incorporaban a la escuela.  En realidad, aunque nunca había estado en Minas de Frío, yo conocía bastante la región porque dos años antes fui Maestro Voluntario en Vegas de Jibacoa, que quedaba, más o menos a mitad de camino entre Las Mercedes y la falda de La Vela. En los dos días posteriores a mi arribo a Las Mercedes se ultimaron todos los detalles imprescindibles para emprender el ascenso de La Vela acompañando a un nutrido grupo de más de cien mocetones, hembras y varones de entre trece y quince años de edad, la mayoría de la capital del país, y que nunca habían pisado el campo ni de visita. Fue una ardua tarea aquella jornada, donde tuvieron la oportunidad de probarse a sí mismos lo que eran capaces de resistir y, aunque confieso que tuve el temor de que ocurriera un accidente, pudimos concluir con éxito el ascenso sin tener que lamentar nada desagradable. El día anterior al ascenso lo empleamos en convertir ciento veinte botellas de Coca Cola en mechones de petróleo para alumbrarnos el camino porque la salida fue a las 2:00 de la madrugada y debíamos cruzar el río a la salida del poblado, cuyo puente consistía en saltar de piedra en piedra hasta la otra orilla con la sola luz de aquellos artefactos que me recordaban un coctel Molotov. El camino consistía en un terraplén que, aunque su mayor extensión estaba en la parte más llana del trayecto, lo abrupto del terreno hacía la caminata muy fatigosa para aquellos chicos sin preparación física previa. Con las primeras luces del amanecer arribamos a la falda de La Vela, donde se podían apreciar claramente las dos opciones de ascenso: la primera era la nada recomendable de continuar por el resbaladizo terraplén y enfrentar una imponente y larga pendiente con una inclinación de poco más de cuarenta y cinco grados que hasta los poderosos camiones Zil con sus dobles diferenciales tenían que hacer tremendo esfuerzo para vencerla; y la otra, más loable, aunque no menos esforzada, un escarpado y angosto trillo que parecía no tener fin y cuya inclinación era increíblemente empinada; pero contábamos con muchos bejucos y piedras salientes que podíamos agarrar con las manos para sustentarnos y avanzar. Este ascenso estaba lleno de leyendas creadas por anteriores contingentes, así, como en el cuento de Hansel y Gretel, existía una humilde casita en las inmediaciones del trayecto, cuyos moradores hallaron una forma de comercializar el prú que elaboraban y la exquisita miel de abejas de una modesta colmena vecina entre todos los que subían y bajaban casi continuamente por aquel trillo otrora desierto y su vivienda se convirtió en la legendaria Casita del Prú que todos querían visitar para degustar sus dulces productos. Durante todo el tiempo que empleamos en el ascenso nuestras miradas estaban muy alertas a los asideros, y esto, unido a que la espesa vegetación no nos permitía ver ni el cielo, no nos percatamos de que avanzábamos entre hermosísimas plantas, algunas ya extinguidas en otras latitudes como los helechos arborescentes y un sinfín de especies de orquídeas que el clima de montaña favorecía propiciando su reproducción. Solo en el último tramo del trayecto, cuando avanzamos por un espacio descubierto e iluminado por el sol de la mañana, pudimos apreciar el espectacular paisaje que se abría ante nuestros ojos para convencernos de que habíamos conseguido escalar una montaña de más de mil metros de altura. Me dediqué a observar las caras de asombro de aquellos muchachos cuando hicimos entrada en el Centro a través de una especie de calle flanqueada a ambos lados por los albergues recién construidos, casi en el borde de la montaña hasta llegar a lo que parecía ser el Downtown de aquella increíble ciudad de madera y cartón piedra que, rebosada de jóvenes, le incorporaba a aquel imponente entorno antes silencioso, solemne y, casi siempre envuelto en nubes, una algarabía de insospechados matices y que muy pronto bautizó irreverentemente a aquella nube grande y silenciosa que lentamente envolvía toda la cima de la montaña como eI I-4, aludiendo a un autobús de la capital que hacía su ruta con mucha puntualidad; y uno de los  albergues de muchachitas (el primero que se construyó para separarlas de los varones) fue bautizado también con el nombre de “La Pollera”, por el gran número de hermosas féminas que lo habitaban; así como el pequeño puente sobre el cristalino arroyuelo aledaño recibió el nombre de “Puente del Amor” por razones obvias. Al frente, tallada en la colina, se erguía imponente la tribuna de la Plaza Cívica, cuyo diseño me recordaba las monumentales construcciones griegas de forma escalonada capaz de contener en su emplazamiento a los cinco mil alumnos, más el numeroso claustro de profesores y el personal de servicio.  Aquellos chicos no podían creer lo que estaban viendo y confieso que hasta yo me sentí alucinado con la magnitud de lo que se había construido en menos de dos años. Las únicas construcciones de mampostería eran las oficinas de la dirección general y el pequeño hospital con su parque al frente.  Existían dos enormes cocinas donde se laboraba las 24 horas del día para alimentar a aquel enjambre humano; y los poderosos camiones Zil, constantemente subían y bajaban la empinada montaña cargados de víveres, material escolar y logística de todo tipo, unas veces, y otras con personas, porque Minas era un hervidero de actividad indetenible donde no había espacio para la modorra ni el tedio.  A partir de ese momento supe que aquellos chicos habían comenzado una nueva vida, lejos de sus familiares, del confort de sus hogares, asumiendo el lavado de sus ropas, durmiendo en hamacas y participando activamente en todas las tareas del servicio de limpieza y de cocina, unas veces sirviendo y otras servidos, reconociendo a sus compañeros como su familia, creando lazos de solidaridad y amor tan fuertes y duraderos como los sacrificios y las acciones que los crearon. En los cincuenta y siete años transcurridos después de enrolarme en esta fabulosa aventura, me he encontrado con algunos protagonistas, algunos exalumnos y unos pocos exprofesores, cuyas vidas podrán haber sido exitosas o no, pero en lo que todos coincidimos es en que la experiencia de Minas marcó un antes y un después en nuestras vidas para siempre, haciéndonos mejores seres humanos, y en lo que a mi atañe, aprendí a despojarme de toda la banalidad con que lastramos nuestra personalidad desde la confrontación generacional de la adolescencia, y me sentí arrastrado a otra dimensión donde comencé a disfrutar de la maravilla de lo simple y créanme que en ese año pude aprender más de lo que enseñé. Nunca supe a cuánto ascendía la cifra de profesores que integrábamos el claustro; pero éramos tantos y estábamos siempre tan ocupados, que en el año que permanecí allí no logré entablar mucha relación con todos, no obstante conocernos y a veces compartir el trabajo. Sin embargo, de lo que estoy completamente seguro es de que todos estábamos absolutamente enamorados de la profesión docente y cada uno entregábamos lo mejor de nuestras vidas para lograr el éxito de aquella monumental obra. Por otra parte, trabajar bajo la dirección de Cheíta era una suerte de maravilla y obligado compromiso con aquella pequeña mujer de inteligencia proverbial para la que no existían los imposibles, muy tierna y amable con todos.  Los alumnos la adoraban porque sabía escuchar e interiorizar como nadie toda la problemática que podían confrontar aquellos jóvenes que, lejos de sus familias, veían en sus consejos, el asidero seguro para la solución de todos sus problemas. Creo firmemente que el pensamiento debe marchar con los tiempos y que cada tiempo nos impone nuevos desafíos, pero eso no quiere decir que para asumir la modernidad tengamos que desestimar nuestros logros del pasado y, en honor a la verdad, y ruego que perdonen mi filosa opinión, no hemos sido capaces de formar maestros mejor preparados que aquellos olvidados “makarenkos”, cuyas dignas espaldas soportaron la responsabilidad de educar a varias generaciones de ciudadanos sin esperar nada a cambio. Ante el cruel e inmerecido olvido a que han sido acreedores estos calificados maestros, solo se me ocurre parafrasear un pensamiento de nuestro inolvidable Félix Pita Rodríguez cuando expresó: “al olvidar el pasado corremos el riesgo de dejar indefenso el futuro.