Por Hilda A. Mas


Romelia ama las estrellas, las ve tan brillantes a su lado, que siente que allá lejos, en la Tierra, alguien también las ama, y suspira llena de tristeza.
Entonces decidió regalar unpoco de polvo de estrellas a ese ser tan querido que dejó a su partida; adornó su papalote y lo roció. Cuando todo estaba listo, comenzó el viaje hasta llegar adonde el ser amado descansaba.
Llegó a  su ventana y, sin hacer el menor ruido después de observarla por la ventana largo rato, dejo caer los polvos, esos que devuelven alegría, luz y paz al espíritu. Quería obsequiárselos a su hija, quien se encontraba triste después de su partida. Cansada pero feliz, se despide en silencio; su hija aún dormía, sin sospechar que su madre la miraba.
Romelia regresó acompañada del Sol, al cielo donde ya cada luminaria ha apagado su centellear. De ese modo, llegó hasta la lejanía azul para seguir noche tras noche viajando por las estrellas y darle plenitud a su hija, es decir, a la vida.