Por Maritza González

Cuando Romelia supo por sus padres que Baldomero había sido elegido como futuro esposo, no quedó un sitio en la casa que no supiera de su dolor. “Con su finca hasta las cotorras cantarán al sol —le decía la madre—. El amor viene después”.
Desesperada, Romelia fue a casa de Cipriana, que tenía el don de desenredar todas sus madejas.
     —Espera que venga el amolador de tijeras; dicen que el sonido de su flauta concede hasta los más dulces deseos —le dijo Cipriana.
     —O tira el nombre de ese hombre escrito en un papel de cartucho, debajo de los cascos del caballo pinto de Cuco, cuando venga con el rabo torcido a la derecha —volvió a aconsejar—; y pásate una paloma blanca por el cuerpo en nombre de San Isidro el Labrador, cuando veas el primer arco iris de mayo.

     Seis meses después Romelia guardó su sonrisa inocente y se casó con Baldomero, cuando el rabo de nube que tanto pidió vino a buscarlos. De nada sirvieron los remedios de Cipriana.