Por Olga L. Martínez 

             A Diana

Es madrugada y el frío empieza a calarle los huesos. El descanso de una escalera en un edificio abandonado le sirve de refugio ante tanto miedo. «¿Por qué se marchó si lo quiero tanto?», piensa abatida, mientras se acomoda.

Se sienta en el primer peldaño, toma un poco de agua, y de su bolso saca a Trueno, su muñeco preferido: un perro de peluche, regalo de su madre antes de partir;

lo único que le recuerda la promesa de que en algún momento volvería por ella. No quiere seguir viviendo junto a su padre, y mucho menos, con la madrastra. Apenas tiene diez años, es flacucha y no soporta más despertar todos los días entre los platos sucios del fregadero antes de ir para la escuela, y la madrastra gritándole que por la tarde le esperaba la escoba, en la que hubiera querido volar y desaparecer como bruja. Odia las hojas tiernas de los árboles desde que le pegan con una chancleta de ese color ante la más mínima desobediencia. «Por eso me voy pa’ casa de mi abuela», murmura entre sollozos. 

Un cachorro Beagle, la raza más bella de la Tierra, hace horas que camina por las calles vacías de la ciudad, como si supiera exactamente adónde quería llegar.

Escapó de la casa en donde lo compraron aquella tarde. Cabizbajo, con las orejas caídas, tal parece ir repitiendo: «¿Me extrañará?»

Nunca antes tuvo tanta hambre y las patas tan sucias como ahora. Se tambalea. Lo asustan los gatos callejeros; la noche, más oscura que nunca, le recuerda que está solo. Como empieza a lloviznar, enrumba hacia el descanso de una escalera en un edificio abandonado.

Olfatea una y otra vez: el olor es inconfundible. «¡Sí! ¡No puede ser!», parece decir, y el corazón le late con prisa. Gime, mueve la cola con rapidez. Cruza la calle, corre, y la descubre allí, indefensa y profundamente dormida. Salta, se acurruca entre sus brazos, y con la cabeza puesta sobre un muñeco de peluche, espera por el primer rayo de sol. Entonces recuerda que él es Trueno, el perro más feliz de la Tierra.