Por Hilda Alicia Mas

Piripantú era un duende que vivía en una ceiba que estaba en una de las orillas del río Arimao. Siempre jugaba con los rayos del sol entre las flores silvestres y terminaba sacudiendo los gajos de la mariposa para que las gotas de rocío cayeran sobre él como una refrescante lluvia. Se alimentaba de huevos de codorniz, zunzunes, gorriones y lagartijas.

Después que saqueaba los nidos, bajaba al río a beber su agua pura y fresca. Allí tenía una pequeña charca cristalina de fondo arenoso donde nadaban peces de colores entre innumerables conchas. Se creía dueño del mundo y sentábase a contemplar las idas y venidas de sus habitantes. Tiraba piedrecitas para ver cómo corrían a esconderse entre las flores de agua en medio de las ondas que se formaban.

Pero comenzaban a suceder cosas extrañas. Cuando el primer rayo de sol despertó a Piripantú en el hueco de su ceiba, este corrió hasta donde estaba la mariposa y sacudió sus gajos para el baño matutino y... ¡no cayó ni una gota! ¿Cómo era posible eso? Fue al nido de la lagartija que había visto la tarde anterior en las raíces de la malanguilla y se encontró los huevos rotos en un amasijo de tierra y raíces arrancadas; bajó a su charca y ¡qué horror!: estaba revuelta; las flores de agua, aplastadas; las piedras, removidas; los peces nadaban desorientados. ¿Qué había pasado? Piripantú se fue caminando despacio hasta su hueco.

—Dime, amiga ceiba. ¿Sabes tú qué sucede?

La milenaria ceiba se sacudió hasta sus raíces botando al cielo el aire juguetón que enredaba sus ramas.

—Es el hombre, mi pequeño amigo. ¡Huye pronto!

Piripantú no comprendió. Nunca había visto a un hombre.

—¿Y qué tiene que ver el hombre?

—Él es quien ha destruido tu charca y roto todo a tu alrededor.

—Entonces, ¿qué haremos?

—Tú puedes huir. Ve río arriba y busca a una de mis hermanas para que te cobije.

Piripantú se entristeció. No quería irse del lugar donde había nacido. ¿Qué sería de su vieja ceiba?

Y siguió viviendo en su charca del Arimao. Ya no existe la charca del duende.

Los sembradíos llegan hasta las mismas aguas; se acabaron las flores silvestres; no hay lugar para nidos de pájaros; de la ceiba sólo queda un tronco hueco del cual sale en días soleados una voz que cuenta esta historia.

A orillas del Arimao, Piripantú espera por nosotros, acurrucado en el hueco de otra ceiba.