Por Martha Moya

 

Cuando un hombre que ha elevado a lo superlativo absoluto todas las virtudes del ser humano, se va o traslada a otra dimensión, resulta imposible no sentir un fuerte tirón de los sentidos y los sentimientos. Tratándose del cubano Eusebio Leal Spengler, quien curtió su estatura a cincel, con las líneas más doctas de los mejores libros del conocimiento universal; con la palabra acariciadora como don para ganar simpatías,

necesarias para elevarse sobre los obstáculos, que también encontró en su andar; él que tantas puertas abrió a lo nuevo y necesario, a la razón y a la empatía; con su andar eléctrico por cada rincón de La Habana, no tiene sentido el silencio.

No es posible. No porque crea tener el poder de inventar palabras para nombrar lo que todos saben, para expresar algo diferente de lo ya dicho por muchos que estuvieron a su lado y de todo lo que hizo por la cultura, por los cubanos todos, por  Cuba; sino porque creo que los hombres como él existen, se dejan conocer y dejan su impronta a la luz de todos para dar fe de que lo humano del ser humano, no es una quimera: su voz clara, limpia, sabia y colmada de savia; su verbo culto, refinado y su hacer apasionado fueron hechos al alcance del asombro de los más indiferentes o escépticos; del deleite y el regocijo de los amantes de la belleza; de la pasión y el sosiego de los más agradecidos.

El historiador ha honrado la Historia con su vida, con su propia historia.

Ojalá su entusiasmo, su energía y voluntad se hayan incrustado en las piedras, en las paredes, en las obras todas que salieron de sus manos, como recordatorio de cuánto puede el amor, la constancia y el deseo de crear.

Adonde vaya, seguro estará en paz, pero sin descanso; los de su progenie nunca lo hacen. La tierra o el éter serán más preciosos y fecundos con su esencia.