Por Arístides Vega Chapú

Sobre un árbol o lindero del cielo está el ave dispuesta a sobrevolar
este tiempo en que persisto estar sujeto a mis mejores recuerdos.
Por mis ojos pasan veloces los paisajes a los que intuyo nunca
volveré.
Preciso se sucedan estos días con rapidez, poderlos juntar a un
vacío oceánico favorecido por la oscuridad de todas las noches
descendiendo a ras de tierra baldía.


Nunca pude aprenderme la enumeración de las calles, a veces ni
siquiera el nombre de las ciudades a las que llegué como si no
pudiese hacer algo mejor.

Me coloqué varias veces en línea recta sobre el alféizar de una
ventana que mostraba la ciudad sin mucha precisión.
Como la hermosa virgen que se hacen dibujar a las espaldas
los taxistas de Chivacoa mientras inflaman el claxon de sus
aparcados autos, manera de advertir su resistencia al peso de
las horas.
Quizás deba aprender de ellos el saber aguardar con serenidad la
venida de los sucesos convenientes.


La piedra

Bajo una piedra reposo mi angustia,
mole que nadie podrá mover
ni siquiera cuesta abajo, donde la ciudad
parece tener la desolación de esos pueblitos
que crecen a orillas del mundo.
Sentado sobre la piedra, sin deseos
de entender los símbolos
que otros trazaron en su irregular superficie.
Estoy harto de símbolos. Harto de la vaciedad
de las palabras con que se describe el holocausto.
Desazón, dice la madre al hijo.
Desazón, el chofer del Pontiac del cincuenta y cinco
al despedir al que llega a su destino.
Desazón, repite la mujer sin levantar la vista
frente a un televisor que intenta preservar el país
que ya no existe.
Pongo bajo la piedra mis manos
como si la sostuviese.


Viajo la isla

Salgo de una a otra ciudad, como la amiga inglesa
por toda Europa.
Viajo la isla como ella lo hace por el continente,
leyendo nombres que luego no memorizo.
Falta en mí la costumbre de enviar tarjetas
y nadie las espera.
Cubro todo el camino de imágenes que pueden ser reales
pero nunca retengo.
Omisiones de la memoria que nada significan.
Atravieso la inmóvil maleza
y por las hendijas de las pequeñas casas
veo ascender la espuma de la leche que hierve,
la mujer descalzando a su hombre
como si ese simple acto pudiese borrar su cansancio,
los niños dispuestos a envejecer sus dedos
en los charcos de agua
que un relámpago oscureció,
como si fuesen los orificios por donde asciende la noche.
Toda la armonía de estos pueblos
que ni siquiera necesitan estar en un mapa.
Viajo dejándome acompañar por el olor de la hierba húmeda,
las flores silvestres
como los pájaros que se asoman a la abertura
de un cielo neutro
que mi mano palpa gracias a la lentitud del tren.


Cierta puesta en escena

Bajo la luz tenue de un escenario, dos hombres se desnudan,
y una mujer muestra sus espléndidos senos
equilibrando unas uva moradas,
que muy pocos en el público han podido saborear.
Un soplido devuelven: ah, ah, ah.
Algunos se inquietan,
simulan observar la desnudez con naturalidad.
No son cuerpos perfectos, cuerpos para admirar
y eso de algún modo es osado.
Al centro del escenario, uno de ellos asegura estar perdido.
La mujer, inclinada por el peso
de las uvas moradas, asegura quererse perder.
El otro, finalmente se pone de espaldas,
sin pudor de sus nalgas flácidas,
a las que el público puso atención
como si estuvieran destinadas a pronunciar el siguiente parlamento.
Finalmente alguien aplaude, seguramente el director de la puesta
y todos, con mayor o menor destreza lo imitamos.
La vanguardia, la vanguardia, dice alguien
admirado de haber contemplado tres cuerpos desnudos.


Cabeza de familia

Alumbro el patio en la madrugada
para ver los ojos de los animales que llegan a comer
de mis residuos.
Sus entrenados dientes hacen traquear los huesos
sonido que asocio al hambre
de estos animales que no gimen, ni ladran,
no pelean entre ellos.
Se alimentan en silencio sobre la sombra de la escasa luz,
como lo hicimos en aquellos años
en que llegué a tener la suficiente experiencia
para llegar al tuétano
de los huesos que mi hija le había despojado la carne.
También en la penumbra,
bajo el vaivén de una lámpara de keroseno,
en silencio, como esos animales que ahora contemplo.


Las flores en el búcaro

Cuando las flores, en el búcaro de porcelana,
blanca como la cáscara de un huevo, se retiran;
cuando el tiempo ya ha borrado todo su esplendor,
siento me abandona esa belleza imprescindible
que preciso en tanto vacío de una casa sin jardín.
Es una pena que no estuviesen puestas para mí,
que su esplendor no fuese resultado de mi deseo.
Es difícil el mundo de los hombres
en que admirar las flores en la jarra de porcelana alemana,
regalo de mi abuela,
sea una debilidad incomprensible.


Dibujo en la jarra

Déjame llenar de leche
el oscuro foso
de esa jarra
de la que desconocemos
casi todo
como si guardase un misterio.
No hay quién asegure
en qué horno le concedieron
su particular forma griega,
cómo llegó hasta nuestra cocina
hace más de cien años
cuando ninguno de nosotros estaba
para revelar su procedencia.
Permíteme llamarle mi jarra
y desplazar mis labios en su borde.
Sentir el frío
que transpira la porcelana
con dibujos de ingenuos trazos
que simulan los de un niño
tan frágil
que le temblaba la mano.


Entrenamientos

Al salir del cine, ejercitándonos
en conversar sobre temas esenciales,
con la pasión con la que otros se entrenan
para disfrutar del éxtasis
o a hacer crecer su musculatura.
Nos acomodamos a la entrada
de una casa en ruinas,
con una enorme puerta
de madera carcomida
en la que han escrito símbolos budistas,
el símbolo de libertad, paz y amor de los sesenta
y sobre ellos ciertas alegorías yorubas,
solo trazados antes de sacrificar a un animal.
En el vacío de estos mismos terrenos
vertieron su sangre
mientras otros inhibían gestos y frases
bajo una noche común.
Trazos frágiles blandidos a la madera
con la uña limada del dedo índice
expertos en labrar mensajes para la eternidad.
Símbolos desconocidos,
letras escritas con sobresalto
que simulan desprenderse
de la madera húmeda.
Sentados sobre el quicio,
en el umbral de una casa en ruinas,
como quien precisa de un sombrío sitio
del universo para exponer su desazón.
Pese a la escasa luz, los insectos,
el hedor de la carne descompuesta
del animal como ofrenda a una deidad,
por desespero, no por fe,
me examino las manos
en pose de esperar pacientemente
el paso de un ómnibus
o un artefacto rodante capaz de transportarnos
hacia otra vida (pasado o futuro),
a esa otra dimensión por la que aguardamos
sobre una gran piedra
(resultado de algún evento telúrico)
sujeta con fortaleza por los enraizados sargazos.