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Por Jessica de la C. Díaz

Busqué refugio en sus palabras y lo encontré entre sus brazos. Quise que caminásemos juntos por la iluminada zona de la amistad y me arrastró sin explicármelo a las ilusorias oscuridades del amor.

Me atrapó en su mundo, me obligó a conocerle mejor que a mí misma, me enredó de tal manera que nunca dejara de confiar en él; consiguió que aún cierre los ojos, tome su mano y le siga sin hacer preguntas.

Muero si entristece, revivo si sonríe.

Le sueño: amigo, amante fugaz. Le extraño.

Le llamé voraz y me criticó de “infiel a mis sentimientos”; sin que yo entendiera el significado de aquella expresión.

Dejó un desastre, un reguero de mí: un rompecabezas desarmado y sin mapa de reconstrucción. Volvió al revés mi mundo. Puso estrellas negras en mi cielo azul. Clavó espinas en mi corazón. Me rompió, quebró mi alma, me rasgó la piel. Me hirió de muerte y luego se marchó.

Mi sangre corrió sin destino tras sus huellas, queriendo, sin jamás alcanzarlo, declararle culpable.