Por Gabriela Quintana Ayala

Se encontraba triste, meditando sobre su próximo aniversario de bodas. Cuatro años habían pasado desde que el prematuro fallecimiento de su mujer convirtiera aquellas celebraciones en un desgarro doloroso y puntual. Abandonado a sus pensamientos, descansaba tendido sobre un diván descolorido y viejo, pero confortable, en el que solía recostarse para el leer el periódico todas las mañanas. Para esa hora ya había recorrido el olivar y revisado sus frutos, de un verde precoz ese verano. Se dejó caer en un profundo sueño sin percatarse del humo que, de manera incipiente, se colaba por las ventanas.

            Sus sueños eran recurrentes. Regresaba al momento en que había conseguido una parcela de terreno y sembrado, décadas atrás, los primeros arbustos de oliva junto a su esposa. Era una mujer de anchas caderas y hombros delgados. Los bellos rasgos de su rostro delataban su estirpe mediterránea, tan antigua como los propios olivos. No obstante, tenía un gran defecto: aborrecía su aceite. Sus intentos de persuasión por cultivar un viñedo en lugar de olivar fracasaron. La tierra, ciertamente, no era apta para la vid aunque el dueño del terreno, tal vez tampoco. En sus sueños, recordaba a su mujer siempre amable con él en el olivar, durante aquellos primeros años en los que aprendió la técnica de prensado con agua tibia y de cómo pasó de embotellar unos cientos de garrafas que apenas cubrían las necesidades de los vecinos del pequeño pueblo, a vender a varias cooperativas de la comarca. El paso de los años le fue enseñando cómo cuidar de los aceitunos y evitar las plagas de insectos. A cada planta le prodigaba buena poda y abono; con sus manos retiraba gusanillos y huevos de pájaros que de vez en cuando anidaban en las copas. En apenas un par de décadas se había convertido en un experto; los olivos habían madurado y la generosidad de la tierra junto a sus cuidados permitió a los pueblos circundantes disfrutar de un aceite puro con un aroma singular. Su mujer le acompañaba algunas tardes a retirar las hojas secas de los arbustos y a eliminar parásitos. Ella murió sin dejarle hijos, nunca se lamentaron, las oliveras eran su descendencia y gran tesoro.

            De pronto golpearon a su puerta con insistencia. Se incorporó de un movimiento ágil ante el incesante ruido y vio una sombra que le hacía señales desde el otro lado del cristal de la ventana. Empezó a ver humo detrás de esa cabeza y corrió hacia la puerta. ¡Había fuego en el olivar! De prisa cogió una manguera y con la presión de agua con la que contaba, fue apagando las flamas de fuego que consumían los arbustos de verdes frutos. Pero su manguera no llegaba a cubrir la tercera fila de los arbolillos de manera que fue a mover la estructura metálica de riego que empleaba durante las temporadas secas. Lo acomodó donde las llamaradas se alzaban con más brío, y corrió a encenderlo. El agua salía como lluvia ligera pero tampoco cubría todo el terreno, así, tuvo que estar trasladando los aspersores para mojar un espacio de veinte metros cuadrados y continuar con otro tanto igual. Los vecinos habían visto el humo mucho antes que él y habían llegado a apagar buena parte del fuego mordaz que se empecinaba en destruir todo el campo, mas no era suficiente. Las llamas ardían quemando grandes ramas y consumiendo con voracidad las tiernas olivas. Entonces cogió una manta para apagar otro tanto de ramas gruesas más encendidas. Al final del día el humo se había condensado, seguía elevándose para cubrir a las nubes de un color grisáceo. Estaba enfurecido de ver los destrozos, tantas ramas y racimos negros destazados por el incendio. La tierra se había cubierto de perlas carbonizadas. Pocos eran los arbustos que logró salvar, su producción quizá se vería reducida a unas cuantas garrafas, menos incluso que en sus primeras cosechas. Miró fijamente a la máquina de riego, y en un arranque de rabia se acercó y la golpeó hasta casi destruirla, culpándola de no haber salvado la plantación. Pero no, no tenía la culpa ese cacharro, era el sofá, sus sueños. Entró a la casa con torpes movimientos y a empujones sacó el sofá a la terraza, desde donde se contemplaba el olivar carbonizado y, arremetió contra él. El sofá que tantas buenas tardes le cobijó junto a su esposa ahora lo había hecho descuidar su tesoro, sus perlas de tierno verdor. La mirada de los vecinos que aún seguían ahí le daba contención, de alguna manera evitaron que cometiera un disparate, pero fatigados lo miraban y con señas de manos se despidieron antes de regresar a sus faenas.

            Al desparecer de su vista la última persona, se sentó en el sofá, miró el campo y bajó la vista a sus manos, curtidas por el sol y los trabajos del campo, que ahora estaban rasguñadas, cubiertas de hollín, tierra y sangre seca. Comenzó a llorar amargamente cubriéndose el rostro con ellas. Tenía astillas incluso dentro de las uñas, pero no le importó. Sus lágrimas se escurrían entre sus manos, destiñéndolas y cayendo sobre una rama que había rescatado llena de olivas más maduras. Cuando sus sollozos agotaron la energía que le quedaba, ya en el anochecer, tomó la rama y se dirigió al trastero. Ahí buscó un recipiente entre todos los cacharros viejos que solía acumular; encontró un cuenco profundo de barro y metió la rama en agua para que continuara fresca. Lleno de hojas y colocado en un rincón seguía derramando ese aroma dulzón y fresco. Dejó caer un poco de agua para quitar el polvo negro que la cubría. Ya con los ojos secos, volvió a la casa justo para responder al teléfono. Desde el otro lado de la línea le llegaba una invitación para asistir dentro de siete meses a una feria de cultivo. Colgó el auricular. No pudo llorar más. Buscó su habitación para olvidarse del mundo, de su descendencia, olvidarse de sí mismo.

            Sus días se volcaron arduos y extenuantes, recuperar el campo de aceitunos era una gran labor. Reparó los aspersores y empleó sus ahorros en comprar otra máquina de riego. Abandonó la lectura matinal del periódico y luego de terminar su taza de café recorrió cada olivera para rascarle sus entrañas. Si encontraba en el interior de la corteza alguna señal de vida, le cortaba las ramas secas y le echaba abono. Para su desgracia, más de la mitad del campo tuvo que ser arrancada desde la raíz; la madera no servía ni para elaborar las cajas donde se empacan las botellas de aceite. Pasó una semana para que regresara al trastero y recordara la rama que había rescatado. Luego de tropezar con un par de trastos, se llevó una gran sorpresa, aquella rama ahumada, estaba viva y las olivas brillantes. La sacó del agua y la colocó en una maceta con tierra arcillosa, la limpió, le retiró pedazos secos y le quitó una pequeña oliva desecada. No sólo se había recuperado, parecía que le habían brotado nuevos frutos.

            Pasados unos días, recibió correspondencia, en ella, le enviaban la invitación a la feria de cultivo. Esta vez miró la fecha y decidió inscribirse por Internet. Quizá podría llevar unas cuantas botellas de muestra, sería la primera vez que acudiría a una exhibición de cultivo totalmente orgánico y tanto sus vecinos como la gente del pueblo, dudarían de comprar su cosecha visto aquel incendio en su terruño. Por lo tanto, la feria sería la redención de la cosecha de ese año. Sus días se agotaban en el cuidado de su plantación, habían pasado unos meses y comenzaba la colecta de las olivas. Continuaba cuidando la rama del trastero, que ahora erguida sobre la terraza simulaba hacer de centinela del campo de olivas. Aquella rama se había convertido en un hermoso bonsái y ocupaba la mayor atención del hombre. Los frutos en general, habían crecido muy bien, tenía unas aceitunas gruesas y frescas de las cuales consiguió extraer unos centenares de botellas, todas ellas aromáticas y de excelente calidad, pero… no había nada parecido a las aceitunas del bonsái. Algo había sucedido que en cuanto a estructura y coloración distaba mucho del resto de los aceitunos del campo. Recolectó así los frutos y se dispuso a extraerles el zumo de manera artesanal, a la antigua usanza, en la vieja almazara. Diseñó unos capachos a medida para exprimir la poca cantidad con la que contaba. Solo obtuvo tres botellas de un aceite inodoro, más viscoso y cetrino, que el resto de su cosecha. Una vez terminada su extracción y eliminada el agua sobrante, probó en una cuchara el aceite del bonsái. El sabor era diferente, suave y de un gusto lejano al de sus mejores cosechas. Contrariado, limpió la cuchara con las manos y decidió olvidarse del aceite, no había obtenido nada interesante de aquella rama convertida en micro árbol. Sus ayudantes etiquetaron durante los días siguientes las botellas y las empacaron en las cajas, debía prepararse para su debut en la feria.

            A la mañana siguiente, mientras se afeitaba observó sus manos; parecían un poco más lisas, un par de manchas se habían desvanecido. El hombre aún era joven pero sus manos curtidas por el sol parecían envejecidas, asemejando una persona mucho mayor. Ahora se veían tersas de nuevo. Después de cavilar un rato, soltó la navaja y corrió a la terraza, se quedó inmóvil frente al bonsái. ¿Podrá ser que este aceite sea especial?, se preguntó. Volvió a untarse aceite en las manos y esperar el resultado para la siguiente mañana. Ese día decidió no trabajar artesanalmente, se dedicaría a organizar el viaje. Observó durante el día la textura de la piel de una de sus manos, más suave que la otra.

            En la feria había exhibido sus botellas y algunos fiambres envasados que le había encargado un vecino de su pueblo para comercializarlo. Cuando ya había vendido la mitad de su cosecha se acercó una mujer. Debía rondar los sesenta años, su piel era blanca y mostraba unas arrugas surcando sus ojos y su frente. El hombre nunca había probado el aceite en el rostro, pero al ver la tez marcada de la mujer bajo una mirada llena de gracia en otrora primavera, le invitó a conocer el aceite pidiendo que lo untara primero en sus manos. Le puso unas cuantas gotas y le hizo el gesto de aplicarlo después en la cara. Él le dio su teléfono y ella le compró una botella de aceite. Quizá regrese mañana… es seguro, meditó el hombre mientras guardaba su aceite secreto.

            Al día siguiente, esperó a la mujer en su caseta de ventas, en la que terminó de vender hasta la última botella de su malograda producción, pero ella no se presentó. Regresó a casa esa noche y se puso el aceite en el rostro antes de irse a la cama. Podría ser que no hubiera funcionado en su rostro, se cuestionaba el hombre, contento de haber vendido toda su exigua cosecha. Para su sorpresa, esa mañana su tez lucía más radiante, así que consiguió olvidarse un poco de su plantación y se enfiló a cuidar de su prodigioso bonsái. Había cortado todas las olivas salvo un par que dejó en una rama del arbolito. Se pasaba la tarde en él cercenando cuidadosamente las partes secas del tronco y las hojas; con un gotero le hacía humedecer su tierra, la cual incluso cambiaba cada semana para mezclarle el abono.

            Pasaron unas semanas y un día estaba tan absorto en el diminuto aceituno que no escuchó una llamada. Al devolverla se encontró del otro lado de la línea a Sonia, la mujer que había conocido en la feria, estaba de visita por la ciudad. Se reunieron en un café del centro. Al atravesar la puerta de la cafetería creyó no reconocerla, le pareció que había rejuvenecido al menos diez años, incluso sus canas se habían desvanecido. “¿Qué tiene tu aceite?”, interpeló al hombre incluso antes de saludar. “Es un secreto”, le dijo mientras observaba las facciones de su rostro y cabellera. Ella le pidió una botella. Él le citó nuevamente, en el mismo lugar para darle un minúsculo frasco. “Es un concentrado”, le hizo hincapié a la mujer. “Me he mudado aquí”, comentó ella mientras se ponía unas gotas en las comisuras de los labios y alrededor de los ojos. Eres muy hermosa, le dijo el hombre a Sonia acariciándole la mano, mientras guardaba con la otra el frasquito en su bolso. Quedaron varias veces en paseos y cenas. En cuanto se terminó su frasco le pidió más. El seguía trabajando en el campo, pero era el bonsái quien recibía la mayor atención puesto que solo le quedaba un frasco del preciado aceite y Sonia continuaba pidiéndole más. Bajo el estrés pensó en hacer otro bonsái. Cogió una rama del mejor aceituno de su campo y, tras quemarlo, comenzó a podarlo para hacerlo madurar como el otro. Al paso del tiempo, la relación fue creciendo en confianza y cariño. Se veían más seguido, lo cual le quitaba gran parte de su jornada en el campo y su arbolito preferido. Ella se había mostrado deferente en ayudarle en su campo de aceitunos, así como las labores del hogar. La admiración del hombre hacia ella aumentaba con cada encuentro, y al cabo de un par de meses, le pidió que se mudara a su casa. Evidentemente, con ella ahí se veía forzado a esconder su secreto, de manera que dividió el último frasco de aceite en dos y le dio uno, con la creencia de que le duraría el tiempo necesario para obtener más. El nuevo bonsái no conseguía darle los frutos mágicos y Sonia le amenazaba con abandonarlo. El hombre recordaba a su esposa y no deseaba encontrarse solo nuevamente. Rindiéndose a las demandas de su mujer, ideó sacrificar un poco su bonsái de olivas mágicas y cortó un trozo para hacer un injerto en el nuevo bonsái, con la esperanza de que funcionara. El hombre se había enamorado de Sonia, y esta cada vez se veía más joven, incluso más que él. Ella se untaba con delicadeza las gotas no solo en el rostro; también por todo el cuerpo y su cabellera, que llevaba ahora larga y brillante. Las uñas habían crecido fuertes, sanas y las arrugas de su cara habían desaparecido. Ahora paseaba sola por la ciudad mientras el hombre no se despegaba de sus bonsáis, encerrado con pestillo en el trastero, para que su secreto permaneciera oculto. Los días se fueron haciendo pesados, Sonia había dejado su trabajo y se dedicaba a paseos y compras, y a exigirle más aceite. El hombre, quien había dejado de untarse el óleo, poco a poco se estaba encaneciendo. Ante tanta presión de ella, mezcló el aceite de su campo con un poco de los últimos mililitros que le quedaban creyendo que podrían mezclarse las propiedades contenidas en sus mágicas moléculas. Sonia se aplicó este último frasco con mayor cuidado; pero al cabo de un mes, se dio cuenta de que no conseguía los resultados deseados. Amenazó con dejarlo nuevamente, pero el hombre, en su desesperación, le reveló su secreto.

            Habiendo descubierto la fuente, ambos cuidaban de los diminutos aceitunos con tal obsesión, que el hombre apenas dormía. La mujer continuaba su vida cuando no podía extraerle más nada al pobre arbolito.

            Cierto día, Sonia le exigió con tanta vehemencia más aceite al hombre que en su rabia acabó por cortarle una rama llena de olivas al primer bonsái. El hombre, encolerizado, la sacó del trastero y se encerró con pestillo. Cuentan los vecinos que estuvo casi dos días sin comer y beber allí confinado, hasta que consiguió extraer un frasco completo del precioso aceite. Esta vez, Sonia no sólo lo untó por todo su cuerpo, también bebió un poco.

            El hombre metió el sofá que aún tenía en la terraza. Renovó su suscripción al diario de su localidad y continuó preparándose cada día una taza de café para leer tranquilamente mientras vigilaba su campo de olivas desde la ventana que ahora había convertido en puerta de cristal.

            Nadie volvió a ver a Sonia. Se cree que al terminarse el aceite se marchó. Lo cierto es que los bonsáis murieron poco después y hay un árbol en medio del campo de olivos cuyos frutos son de color verde rojizo, una cepa nueva y desconocida. El hombre nunca se ocupa del nuevo aceituno, pero en ocasiones, cuando lo contempla desde lo alto de su terraza, sonríe enigmáticamente.