Por Maritza González

El primer hijo de Romelia llegó a la luz una mañana de marzo con arrullos de palomas y cantos de primavera. Ella y la tía Teresa estaban moliendo maíz en el viejo molino de piedra ya gastado de tanto triturar. Las gallinas, alborotadas, esperaban los extraviados granos que caían por azar; de pronto, las ahuecadas piedras dejaron de crujir y el molino se detuvo. Romelia apoyó la cabeza en el hombro sudoroso de la tía Teresa y le dijo: “Tengo mucho dolor de vientre”. Sintió que algo se rompía dentro de ella. Sus piernas se llenaron de un líquido tibio que mojó la tierra, para entremezclarse con la fina capa de harina y crear un amasijo que los pollitos picoteaban, dejando hoyitos como si fuera un guayo. Teresa le miró el rostro y supo que estaba de parto. Presurosas, atravesaban el patio, cuando una fuerte contracción hizo que Romelia cruzara las piernas, evitando así que la criatura cayera en el piso. Venía impetuosamente.

Entraron al cuarto, pero no dio tiempo a llegar a la cama; el niño salió disparado como un blanco proyectil y cayó dentro de una palangana de agua hervida con hojas de colonia y pétalos de rosas. Al caer, salpicó las paredes, que por mucho tiempo se quedaron teñidas de verde olivo. Teresa, nerviosa, sacó del bolso de lienzo, las gasas, la tijera y el alcohol que había comprado meses antes en la farmacia de Comas. Ya había sido cortado el cordón umbilical, cuando doña Marta Manzano apareció, miró para el niño y dijo: “Por el color de la piel y el pelo color miel de campanilla es de la estirpe de los Manzanos-Pimenteles”. Se le veía satisfecha, pues no quería que heredara el color pardo de los Martínez. Caminó hasta el colgadizo, tomó el caracol mensajero y lo tocó con tanta fuerza, que aquel bramido se extendió hasta los cuatro puntos de las fincas colindantes. En menos de media hora el patio se llenó de hombres con manos callosas y rostros soleados. Sabían que este llamado anunciaba grandes sorpresas. Baldomero, el padre del niño, llegó con las manos ensangrentadas, mirada de asombro, y preguntó: “¿Qué pasa?” Doña Marta, con voz autoritaria, le dijo: “Eres padre, lávate las manos y entra a conocer a tu hijo”. Al oír esto los hombres se dirigieron hacia Baldomero, y se quitaban los sombreros a medida que se acercaban a él. Él los miró y les dio las gracias. Al saber por su propia madre que el primogénito y su esposa estaban bien, dijo: “Ahora no puedo entrar, o quieres que se muera asfixiado el ternero de Media Luna; recuerda que es la mejor vaca de la finca; de un solo ordeñado se le sacan dos cubos de leche.” Se rascó la cabeza y se fue, dejando tras de sí el llanto del primer nieto de Don Juan González en la finca de los Pimentales, mientras la feliz abuela les servía café a los recién llegados en tazas de marmolina.

Allá en el cuarto, la tía vistió al niño con un roponcito blanco y se lo entregó a la madre; ella lo abrazó con tanta ternura, que el llanto se apagó en la suavidad de su pecho con olor a cremas de almendras. Desde ese momento, este fue para siempre el mejor elíxir que le calmó sus males. La tía Teresa vestía la cuna con sábanas de guarandol, bordadas con hilos matizados en azul que ella misma elaboró el día que supo que en esta casa nacería un niño con quien compartir sus juegos, tanto tiempo perpetuados por su útero infértil.

Romelia le pidió en secreto a la tía Teresa que tomara al niño y le diera durante siete días baños de sol a partir del último canto del gallo. Que el ombligo, una vez seco, lo enterrara en el tronco de la primera mata de rosa, de las que había plantado el abuelo Pimentel cuando llegó a estas tierras desde Tenerife, y que no se asombrara si la planta permanecía florecida todo el año y cada vez que fueran a bañar al niño un diluvio de pétalos entrara por las ventanas abiertas, dejando su aroma impregnado por todo el cuarto. La tía sabía que la madre de la criatura tenía el don de leer el futuro a través del canto de las aves. Pero esa siembra resultaba un gran misterio. Ella estaba acostumbrada a plantar sólo lo que brotaba de la tierra para alimentar al hombre; conocía los místicos secretos de parturienta, pero jamás dijo ni esta boca es mía, puesto que se querían como hermanas.
         Baldomero regresó, cuando ya eran casi las doce. Destapó las ollas, que olían a sopa de gallina y tamales rellenos con tocino, comino y ajos. Ya el tío José Ramón había preparado la ensalada con las hortalizas que él mismo cultivaba en las márgenes del arroyo; eran famosas por los enormes tomates amarillos, las coles perfumadas con olores dulzones, las cebollas matizadas en violeta y blanco (las semillas eran traídas de Nueva York, y él sabía que eran ricas en vitaminas) y los rábanos como gigantescas calabazas chinas. El padre entró al cuarto oliendo a jabón Bermellón, después de haberse dado su habitual baño en la poceta, despojándose así de polvo y guisazos. Se paró frente a la cuna, miró para el niño y empezó a reír con todo su cuerpo. En ese momento el niño abrió los ojos y conoció, como regalo de aquel hombre con bondad de fruta madura, la mirada más pura que atesoraría para siempre. Levantó una manito y le regaló una sonrisa. Luego el padre se sentó en la cama y le preguntó a su mujer que cómo se sentía; a lo que ella respondió: “Es tan blanco que me asusta.” “No te preocupes, es la herencia de los Manzanos, pero tiene tu alegría”, le afirmó él, y con la misma se fue a almorzar.