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Por Orlando V. Pérez

La figura de José Martí está ligada indisolublemente a un concepto de cultura, tenida esta en su más amplio y profundo alcance espiritual. Visionario en muchas facetas de la vida, abogó por la formación cultural como vía infalible para la obtención de la plena libertad. Su máxima tantas veces citada: “Ser culto es el único modo de ser libre”, así lo atestigua. Hombre cultísimo él (se dice que llevaba al dedillo la marcha del mundo y que era capaz de demostrar dominio sobre el libro de más reciente publicación), hizo de la cultura un reservorio referencial que nutría ese refinamiento, caballerosidad y distinción por los que sobresalía por encima de los demás mortales. Su vida fue un dechado de buena educación y formas apetecibles de conducta que lo convierten en un verdadero paradigma.

La cultura en él era rasgo peculiar y modelo de actuación; eso lo condujo a huir de la altanería, el vano orgullo y la pedantería que padecen algunos falsos intelectuales. Se sabe de la ocasión en que, en medio de un banquete de etiqueta, se bebió el agua del lavatorio de las frutas ante la risa burlesca de que fue objeto uno de los comensales que, por ignorancia, lo había hecho antes, en franca solidaridad con el pobre hombre. O la vez que estuvo bailando toda la noche con la más fea de la fiesta. De manera que su formación cultural alimentó una ética con perfiles conductuales bien delineados. Cultura para él era sinónimo de justicia. No entendía aquella como disfrute y privilegio de unos pocos elegidos. Sabía del alto precio que tenían que pagar los pueblos por su incultura, y así lo define en una máxima: “La ignorancia mata a los pueblos, y es preciso matar a la ignorancia.” De la apremiante necesidad que veía en la extensión de la cultura hacia las capas más humildes de la población, es que surge su iniciativa de elevar el nivel cultural entre la masa de trabajadores de los cubanos en el exilio. Así se le ve cada noche, después de una ardua y agotadora faena diurna, acudir a las clases que para ellos organizó como profesor voluntario.

Martí veía en la cultura un atributo inalienable de los pueblos como vía de expresión de su propia identidad. Por eso, en su esclarecedor y medular ensayo Nuestra América, aboga por el respeto irrestricto de las diferentes culturas y matices culturales por los que se manifiestan nuestros pueblos al sur del Río Bravo. Decía que donde se hablara una lengua autóctona, había que alfabetizar y culturizar en esa lengua, adelantándose a los diferentes proyectos comunales identitarios que hoy en día se enarbolan. Era opuesto a considerar el origen de las contradicciones y desavenencias entre las distintas clases sociales y entidades culturales que flagelaban y aún hoy flagelan a nuestros pueblos, en una simple lucha entre civilización y barbarie. Pensar y actuar como si las masas incultas fueran salvajes y tratar de imponer modelos culturales de afuera hacia adentro, es un costoso error sobre el que él alertó y que todavía estamos pagando muy caro. Por otro lado, veía como un acuciante peligro la ingenuidad o la impericia de los gobernadores en el afán de implantar modelos culturales importados que no se
ajustan a nuestra propia idiosincrasia, nuestra propia identidad, y en este ensayo también advirtió: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas.”Separar de manera irreconciliable del hombre de acción al teórico que se expresa en bellos, complicados y cadenciosos períodos sintácticos, es un acto enajenante con el que se corre un enorme peligro interpretativo a la hora de situar al individuo en su verdadero contexto espacial y temporal. Hay que ver el fenómeno en su esencia nexual. No podemos juzgar al Héroe de Dos Ríos con patrones de en una cultura de almanaque (al decir de José Antonio Portuondo), o como maniquí cronológico circunstancial. El agitador político que fue, hacía su campaña proselitista con los amplios recursos de un instrumento lingüístico dotado de una gran carga retórica, y más que eso, transido de alta poesía. Así, sus discursos más definidamente patrióticos, son verdaderos cuadros de creación artística:

                                             La muerte da jefes, la muerte lleva el dedo por sobre el libro de la vida...

                                         Cantemos hoy ante la tumba inolvidable el himno de la vida; ayer lo oí a la misma tierra cuando venía por la tarde hosca a este pueblo fiel... 

                                              ...y por sobre los troncos caídos de los viejos racimos, vi erguirse los racimos gozosos de los pinos nuevos.¡ Eso somos nosotros: pinos nuevos!.

                                                                (“Los pinos nuevos”)

La arrebatada emoción que emana de su prosa política, no le resta a esta para nada un innegable y palpitante valor poético, lleno de imágenes a veces abigarradas; otras, certero en la breve frase fulminante.

De igual modo, el canto lírico, épico o dramático no está exento de profundidad conceptual e intencionalidad política. En Abdala, pieza dramática que escribe cuando era apenas un adolescente, sentencia:

     (....) El amor, madre, a la patria,
     No es el amor ridículo a la tierra
     Ni a las yerbas que pisan nuestras plantas:
    Es el odio invencible a quien la oprime,
    Es el rencor eterno a quien la ataca.

Y en “A mis hermanos muertos el 27 de Noviembre”, poema elegíaco dedicado a los  estudiantes de medicina, víctimas del salvaje y ciego ímpetu criminal del régimen español, tiene momentos de alta belleza expresiva:

   Cuando se muere en brazos de la patria agradecida,
   La muerte acaba, la prisión se rompe;
   ¡Empieza al fin con el morir la vida!

Según criterio de Juan Marinello, Martí llenaba de luz todo cuanto tocaba, y es este un gran descubrimiento del insigne crítico que se ve demostrado en el tema que nos ocupa; para el Apóstol, era imposible vivir en un mundo antiestético alejado de la belleza; sin embargo, su propia presencia impregnada de una praxis social y humana desarrolladoras, llenaba de aliento vital todo cuanto le rodeaba, haciéndolo reverdecer:

    La belleza por sí misma es un placer. Hallamos algo bello, y hallamos algo de nosotros mismos.

          (“Revista Universal”, 1876)

Un día, ya residiendo en Cuba por haberse acogido a la amnistía decretada por el Gobierno Español durante la Tregua Fecunda, le expresó a su esposa la decisión de marcharse inmediatamente del país, pues le enfermaba convivir con la abominación de la esclavitud; con esa actitud demuestra cómo las coordenadas estéticas y éticas tenían que coincidir para él. Es decir, siendo un refinado degustador de la belleza, tanto natural como cultural; teniendo como tenía, un sentido trascendente de la hermosura que producen la naturaleza y el arte (“De tan bella que está, no deja dormir la noche”, Diario de Campaña de Playitas a Dos Ríos), tanto en su disfrute y plena producción; para la consecución de un espectro cultural de envergadura, indefectiblemente se hace necesario alcanzar la total soberanía, o lo que es lo mismo, la dignidad plena del hombre (recuérdese cómo en el poema “Al buen Pedro”, declara que con su lucha no sólo liberaría al esclavo, sino al esclavista de su indignidad).

Quizás uno de los momentos más trascendentes que alcanza la poética martiana, por la carga de sublime misticismo, en raigal engranaje con la belleza, esté contenida en la siguiente estrofa de Versos Sencillos:

      Yo he visto en la noche oscura
      Llover sobre mi cabeza
      Los rayos de lumbre pura
      De la divina belleza.

Eso fue Martí: un visionario, cual heredero de los profetas bíblicos, pero con un sentido todavía más ecuménico de la misión emancipadora y regenadora del arte, la cultura y la belleza, que vale decir, el ser humano en toda su trascendente dimensión.