Por Neil Gaiman

Este es otro cuento que comenzó a vivir a partir del Penguin Book of English Folktales de Neil Philip. Lo estaba leyendo en la bañera y me topé con un cuento que ya debía de haber leído mil veces. (Aun conservo la versión ilustrada que tenia a los tres años.) No obstante, esa lectura numero mil y uno fue la que me cautivo y empecé a pensar en el cuento, de principio a fin y al revés. Me rondó por la cabeza durante unas semanas y entonces, en un avión, empecé a escribirlo a mano. Cuando el avión aterrizó, ya tenía dos tercios escritos, así que me registré en el hotel y me senté en una silla en un rincón de la habi­tación y continué escribiendo hasta que lo terminé.

Lo publicó DreamHaven Press en un folleto de edición limitada cuyos beneficios eran para el Fondo para la Defensa Legal de los Comics (una organización que defiende los derechos de la Primera Enmienda de los creadores, editores y vendedores de comics). Poppy Z. Brite lo reimprimió en su antología Love in Vein II ("Vetas de amor II").

Me gusta pensar en este cuento como si fuera un virus. Una vez leído, quizá nunca se pueda volver a leer el cuento original del mismo modo. Me gustaría darle las gracias a Greg Ketter, cuya editorial DreamHaven Press publicó varios de estos cuentos en Angels and Visitations ("Ángeles y apariciones"), una antología de ficción, reseñas, periodismo y cosas que yo había escrito y que publicó otros cuentos en dos folletos en beneficio del Fondo para la Defensa Legal de los Comics.

No sé qué clase de criatura es ella. Ninguno de nosotros lo sabe. Mató a su madre en el parto, pero eso nunca es suficiente para explicarlo.

Me llaman sabia, pero no lo soy ni mucho menos, por todo lo que preví, fragmentos, momentos congelados, atrapados en charcos de agua o en el cris­tal frío de mi espejo. Si fuera sabia, no habría intentado cambiar lo que vi. Si fuera sabia, me habría matado antes de encontrarme con ella, antes de atrapar­le a él.

Sabia, y una bruja, o eso decían, y había visto el rostro de aquel hombre en mis sueños y en reflejos toda mi vida: dieciséis años soñando con él antes de que frenara su caballo junto al puente aquella mañana y me preguntara cómo me llamaba. Me ayudó a subir a su caballo alto y cabalgamos juntos hasta mi casita, yo con la cara hundida en el oro de su cabello. Me pidió lo mejor que tenía; era el derecho de un rey.

Su barba era rojo bronce a la luz de la mañana y le conocí, no como rey, ya que no sabía nada de reyes entonces, sino como mi amor. Tomó todo lo que quería de mí, el derecho de reyes, pero volvió al día siguiente y la noche después: su barba tan roja, su cabello tan dorado, sus ojos del azul del cielo de verano, su piel morena del marrón suave del trigo maduro.

Su hija era sólo una niña: no tenía más de cinco años cuando llegué al pala­cio. Había un retrato de su madre muerta colgado en la habitación de la torre de la princesa: una mujer alta, el pelo del color de la madera oscura, ojos castaño caoba. Era de una sangre distinta a la de su pálida hija.

La niña no quería comer con nosotros.

No sé en qué parte del palacio comía.

Yo tenía mis propios aposentos. Mi marido, el rey, también tenía sus habi­taciones. Cuando me quería me mandaba llamar, y yo iba a él y le daba placer y me llevaba mi placer con él.

Una noche, varios meses después de que me trajeran al palacio, la niña vino a mis aposentos. Tenía seis años. Yo estaba bordando a la luz de una lámpara, entrecerrando los ojos contra el humo y la iluminación irregular de la lámpara. Cuando levanté la vista, ella estaba allí.

—¿Princesa?

No dijo nada. Tenía los ojos negros como el carbón, negros como su cabe­llo; los labios eran más rojos que la sangre. Me miró y sonrió. Sus dientes pare­cían afilados, incluso entonces, a la luz de la lámpara.

—¿Qué haces fuera de tu habitación?

—Tengo hambre —dijo ella, como cualquier niño.

Era invierno, cuando la comida fresca es un sueño de calor y luz del sol; pero yo tenía ristras de manzanas enteras, secas y sin corazón, colgadas de las vigas de mi aposento, y le bajé una manzana.

—Toma.

El otoño es la época de secar, de conservar, la época de recoger manzanas, de derretir la grasa de la oca. El invierno es la época del hambre, de la nieve y de la muerte; y es la época de la fiesta del pleno invierno, cuando frotamos con la grasa de la oca la piel de un cerdo entero, relleno de las manzanas de aquel otoño; luego lo asamos en el horno o en el asador, y nos preparamos para dar­nos un festín con la piel crujiente del cerdo.

Cogió la manzana y empezó a masticarla con sus dientes afilados y amarillos.

—¿Está buena?

Asintió con la cabeza. La princesita siempre me había asustado, pero en aquel momento se ganó mi simpatía y, con los dedos, suavemente, le acaricié la mejilla. Me miró y sonrió —rara vez lo hacía—, luego me hundió los dien­tes en la raíz del pulgar, el monte de Venus, y me hizo sangrar.

Empecé a chillar, del dolor y de la sorpresa, pero ella me miró, y me callé.

La princesita pegó la boca a mi mano y lamió y chupó y bebió. Cuando hubo acabado, se marchó de mi aposento. Mientras lo miraba, el corte que ella me había hecho empezó a cerrarse, a formar una costra, a curarse. Al día siguiente era una cicatriz vieja: me podría haber cortado la mano con una nava­ja en mi infancia.

Ella me había congelado, poseído y dominado. Eso me asustaba, más que la sangre de la que se había alimentado. Después de aquella noche, cerré la puerta de mi aposento al anochecer, atrancándola con una barra de roble, y le pedí al herrero que me forjara unos barrotes de hierro, que colocó en mis ven­tanas.

Mi marido, mi amor, mi rey, me mandaba llamar cada vez menos, y, cuan­do iba a su encuentro, le hallaba mareado, lánguido, confuso. Ya no podía hacer el amor como un hombre y no me permitía que le diera placer con la boca: la única vez que lo intenté, dio un respingo tremendo y empezó a llorar. Aparté la boca y le abracé con fuerza hasta que sus sollozos cesaron y se durmió, como un niño.

Pasé los dedos por su piel mientras dormía. Estaba cubierta de una multi­tud de cicatrices antiguas. Sin embargo, yo no lograba recordar cicatriz alguna de los días en que me cortejaba, excepto una, en el costado, donde un jabalí le había corneado cuando era joven.

Pronto fue la sombra del hombre que yo había conocido y amado junto al puente. Se le notaban los huesos, azules y blancos, bajo la piel. Le acompañé en sus últimas horas: tenía las manos frías como la piedra, los ojos de un azul lechoso, el cabello y la barba sin brillo, desvaídos y lacios. Murió sin confesar­se, la piel mordisqueada y marcada de la cabeza a los pies de cicatrices dimi­nutas y viejas.

No pesaba casi nada. El suelo estaba helado y no pudimos cavarle ninguna tumba, así que pusimos un mojón de rocas y piedras sobre su cuerpo, sólo en memoria suya, ya que quedaba muy poco de él para proteger del hambre de las bestias y las aves.

Así que fui reina.

Además, era insensata y joven —dieciocho veranos habían llegado y se habían ido desde la primera vez que vi la luz del día—, y no hice lo que habría hecho ahora.

Si fuera hoy, habría ordenado que le sacaran el corazón a la princesa, es cierto. Pero, luego, habría hecho que le cortasen la cabeza y los brazos y las piernas. Habría pedido que la destriparan. Luego, habría observado en la plaza de la ciudad mientras el verdugo avivaba el fuego con un fuelle hasta que estu­viera al rojo vivo, habría observado sin parpadear mientras él destinaba cada una de sus partes al fuego. Habría apostado arqueros alrededor de la plaza, que dispararían a cualquier ave o animal que se acercase demasiado a las llamas, cualquier cuervo o perro o halcón o rata. Y no habría cerrado los ojos hasta que la princesa fuera ceniza y un viento suave pudiese esparcirla como la nieve.

No lo hice, y pagamos por nuestros errores.

Dicen que fui engañada; que no era su corazón. Que era el corazón de un animal, un ciervo, quizá, o un jabalí. Lo dicen y se equivocan.

También hay quien dice (pero es ella quien miente, no yo) que me dieron el corazón y que me lo comí. Las mentiras y las medias verdades caen como la nieve, cubriendo las cosas que recuerdo, las cosas que vi. Un paisaje, irrecono­cible después de la nevada; eso es lo que ha hecho ella de mi vida.

Había cicatrices en mi amor, en los muslos de su padre y en el escroto y en el miembro viril, cuando murió.

No fui con ellos. Se la llevaron de día, mientras dormía y estaba en su momento más débil. Se la llevaron al centro del bosque y allí le abrieron la blusa y le sacaron el corazón y la dejaron muerta, en un barranco, para que el bosque se la tragara.

El bosque es un lugar oscuro, la frontera de muchos reinos; nadie sería tan tonto como para reclamar su jurisdicción. En el bosque viven forajidos. Viven ladrones y también lobos. Puedes cabalgar por el bosque durante miles de días y no ver nunca un alma; pero hay ojos encima de ti todo el tiempo.

Me trajeron el corazón de la princesa. Sé que era suyo, ningún corazón de cerda o de gama habría seguido latiendo y palpitando una vez arrancado, como hizo aquel.

Lo llevé a mi aposento.

No me lo comí: lo colgué de las vigas que hay sobre mi cama, lo coloqué en un trozo de cordel en el que había ensartado serbas, de un rojo anaranjado como el pecho de un petirrojo, y cabezas de ajos.

Fuera la nieve caía, cubriendo las huellas de mis cazadores, cubriendo su cuerpo diminuto en el bosque donde yacía.

Hice que el herrero quitara los barrotes de hierro de mis ventanas y cada tarde durante los cortos días de invierno me pasaba algunas horas en mi habi­tación, mirando hacia el bosque, hasta que caía la noche.

Había, como ya he dicho, gente en el bosque. Solían salir, algunos de ellos, para la Feria de Primavera; una gente avariciosa, salvaje y peligrosa; algunos estaban atrofiados: enanos y jorobados; otros tenían los dientes enormes y la mirada ausente de los idiotas; algunos tenían dedos como aletas o pinzas de cangrejo. Salían sigilosamente del bosque cada año para la Feria de Primavera, que se celebraba cuando las nieves se habían derretido.

De niña, había trabajado en la feria, y me habían asustado entonces, los habitantes del bosque. Les decía la buenaventura a los que iban a la feria, vien­do su futuro en un charco de agua quieta; y, después, ya mayor, en un disco de cristal brillante, el revés totalmente plateado, un regalo de un mercader cuyo caballo extraviado había visto en un charco de tinta.

Las personas que tenían los puestos en la feria tenían miedo de la gente del bosque. Solían clavar sus mercancías en las tablas desnudas de sus puestos; cla­vaban en la madera con clavos grandes de hierro los pedazos de pan de jengi­bre o los cinturones de piel. De no hacerlo, decían, los habitantes del bosque los cogerían y escaparían, mordisqueando el pan de jengibre robado, agitando los cinturones a su alrededor.

Sin embargo, la gente del bosque tenía dinero; una moneda por aquí, otra por allá, a veces estaban manchadas de verde por el tiempo o la tierra, y el ros­tro que aparecía en la moneda resultaba desconocido incluso para los más ancianos de nosotros. También tenían cosas para comerciar, y así la feria conti­nuaba, al servicio de los marginados y los enanos, al servicio de los ladrones (si eran cautos) que se aprovechaban de los escasos viajeros de las tierras del otro lado del bosque, o de los gitanos o de los ciervos. (Lo que era un robo a los ojos de la ley, ya que los ciervos eran de la reina.)

Los años pasaron despacio y mi gente aseguraba que yo les gobernaba con sabiduría. El corazón seguía colgado sobre mi cama, latiendo despacio en la noche. Si había alguien que lloraba a la niña, no vi indicio alguno: ella era un ser aterrador, en aquel entonces, y creían estar mejor sin ella.

Una Feria de Primavera seguía a la otra: pasaron cinco, cada una de ellas más triste, más pobre, de peor calidad que la anterior. Cada vez venía menos gente del bosque a comprar y a los que lo hacían se les veía apagados y lán­guidos. Los vendedores dejaron de clavar las mercancías en las tablas de sus puestos. Al quinto año, sólo un puñado de gente vino del bosque, un grupo temeroso de hombrecitos peludos, y nadie más.

El Señor de la Feria y su paje vinieron a verme cuando terminó la feria. Le había conocido un poco, antes de ser reina.

—No vengo a ti como a mi reina —dijo.

Yo no dije nada. Escuché.

—Vengo a ti porque eres sabia —continuó—. Cuando eras una niña encontraste un potro extraviado mirando en un charco de tinta; cuando eras una doncella encontraste a un niño perdido que se había alejado de su madre, mirando en ese espejo tuyo. Sabes secretos y buscas cosas escondidas. Mi reina —preguntó—, ¿qué se está llevando a la gente del bosque? El año que viene no habrá Feria de Primavera. Los viajeros de otros reinos son cada vez más escasos, la gente del bosque casi ha desaparecido. Otro año como el ante­rior y nos moriremos de hambre.

Le ordené a mi sirvienta que me trajera mi espejo. Era un objeto sencillo, un disco de cristal con el revés plateado, que guardaba envuelto en una piel de gamo, en un arcón, en mi aposento.

Me lo trajeron y miré en él:

Ella tenía doce años y ya no era una niña. Aún tenía la piel pálida, los ojos y el pelo negros como el carbón, los labios rojo sangre. Llevaba la ropa que había llevado cuando dejó el castillo por última vez —la blusa, la falda—, aun­que estaba muy ensanchada, muy remendada. Por encima llevaba una capa de piel y en vez de botas llevaba bolsas de piel, atadas con correas, sobre sus pies diminutos.

Estaba en el bosque, de pie junto a un árbol.

Mientras la observaba, en el ojo de mi mente, la vi avanzar y pisar con sigi­lo y revolotear y caminar sin hacer ruido de árbol en árbol, como un animal: un murciélago o un lobo. Estaba siguiendo a alguien.

Era un monje. Llevaba puesta una arpillera y tenía los pies descalzos y duros y cubiertos de costras. Su barba y su tonsura eran largos, descuidados, sin afeitar.

Ella lo observaba escondida detrás de los árboles. Al final, él se detuvo para la noche y empezó a hacer un fuego, poniendo ramitas, rompiendo el nido de un petirrojo para conseguir astillas. Llevaba una caja de yesca en sus vestidu­ras y golpeó el pedernal contra el acero hasta que las chispas prendieron la yesca y el fuego llameó. Había encontrado dos huevos en el nido y se los comió crudos. No debieron de ser comida para un hombre tan grande.

Se quedó ahí sentado, a la luz de la lumbre, y ella salió de su escondite. Se puso en cuclillas al otro lado del fuego y le miró fijamente. Él sonrió, como si hiciera mucho tiempo que no veía a otro ser humano, y le hizo una señal para que se acercase.

Ella se levantó y caminó alrededor del fuego y esperó, a cierta distancia. Él se recogió las vestiduras hasta que encontró una moneda, un penique minúsculo de cobre, y se la lanzó. Ella la atrapó y asintió con la cabeza y se acercó a él. Él tiró de la cuerda que le rodeaba la cintura y sus vestiduras se abrieron. Tenía el cuerpo tan peludo como el de un oso. Ella le empujó hacia el musgo. Una mano avanzó, como una araña, a través del pelo enredado, hasta que se cerró en su órgano viril; la otra mano trazó un círculo en su pezón izquierdo. Él cerró los ojos y deslizó una mano enorme bajo su falda. Ella bajó la boca al pezón que había estado incitando, su piel suave blanca sobre el cuerpo peludo y marrón del hombre.

Ella hundió los dientes en su pecho. Él abrió los ojos, luego los volvió a cerrar, y ella bebió.

Se sentó a horcajadas sobre él y comió. Mientras lo hacía, un líquido poco espeso y negruzco empezó a fluirle de entre las piernas...

—¿Sabes qué es lo que mantiene a los viajeros alejados de nuestra ciudad? ¿Qué le está ocurriendo a la gente del bosque? —preguntó el Señor de la Feria.

Cubrí el espejo con la piel de gamo y le dije que me encargaría personal­mente de hacer que el bosque volviera a ser un lugar seguro.

Debía hacerlo, aunque ella me aterrorizaba. Yo era la reina.

Una mujer estúpida se habría adentrado entonces en el bosque y habría intentado capturar a la criatura; pero yo ya había sido estúpida una vez y no tenía deseo alguno de serlo una segunda vez.

Pasé un tiempo con libros viejos. Pasé un tiempo con gitanas (que cruza­ban nuestro país por las montañas del sur, en vez de atravesar el bosque por el norte y por el oeste).

Me preparé y obtuve aquellas cosas que necesitaría, y cuando llegaron las primeras nevadas estaba lista.

Desnuda, estaba, y sola en la torre más alta del palacio, un lugar abierto al cielo. Los vientos me helaban el cuerpo; los brazos, los muslos y los pechos se me pusieron de piel de gallina. Llevaba un cuenco de plata y una cesta en la que había puesto un cuchillo y un alfiler de plata, unas pinzas, un manto gris y tres manzanas verdes.

Lo cogí todo y me quedé ahí de pie, desnuda, en la torre, humilde ante el cielo nocturno y el viento. Si algún hombre me hubiese visto ahí de pie, le hubiera sacado los ojos; pero no había nadie que me espiara. Las nubes cruza­ban raudas el cielo, escondiendo y descubriendo la luna menguante.

Cogí el cuchillo de plata y me corté el brazo izquierdo, una, dos, tres veces. La sangre goteó en el cuenco, el escarlata parecía negro a la luz de la luna.

Añadí el polvo de la ampolla que llevaba colgada del cuello. Era un polvo marrón, hecho de hierbas secas y de la piel de un sapo determinado, y de cier­tas cosas más. Espesaba la sangre, pero sin dejar que se coagulase.

Cogí las tres manzanas, una a una, y pinché las pieles con cuidado con mi alfiler de plata. Luego las puse en el cuenco y las dejé allí un rato mientras los primeros copos diminutos de nieve del año caían despacio sobre mi piel y sobre las manzanas y sobre la sangre.

Cuando el alba empezó a iluminar el cielo, me cubrí con el manto gris y cogí las manzanas rojas del cuenco, una a una, metiéndolas en la cesta con las pinzas de plata, teniendo cuidado de no tocarlas. No quedaba ni rastro de mi sangre ni del polvo marrón en el cuenco, nada excepto un residuo negro, como un verdín, en el interior.

Enterré el cuenco en la tierra. Entonces embellecí las manzanas con un conjuro (como una vez, años antes, junto a un puente, me había embellecido a mí misma), para que fueran, sin ninguna duda, las manzanas más maravillosas del mundo, y para que el tono carmesí de su piel fuera del color cálido de la sangre fresca.

Me bajé la capucha del manto sobre la cara y me llevé cintas y bonitos adornos para el pelo, los puse encima de las manzanas en la cesta de junco y caminé sola por el bosque hasta que llegué a su morada: un precipicio alto de arenisca, surcado de cuevas profundas que se adentraban en la pared rocosa.

Había árboles y rocas grandes alrededor de la pared del precipicio, y cami­né en silencio y con cuidado de árbol en árbol sin tocar ni una ramita ni una hoja caída. Al final encontré el lugar donde esconderme y esperé y vigilé.

Unas horas después, un puñado de enanos salieron arrastrándose del agu­jero de la cueva: hombrecitos feos, contrahechos y peludos, los antiguos habi­tantes de este país. Por aquel entonces casi nunca se les veía.

Desaparecieron en el bosque y ninguno me advirtió, aunque uno de ellos se detuvo a orinar contra la roca tras la cual estaba escondida.

Esperé. No salió ninguno más.

Fui a la entrada de la cueva y grité en su interior, con una voz cascada y vieja.

La cicatriz de mi monte de Venus latió con fuerza cuando ella vino hacia mí, saliendo de la oscuridad, desnuda y sola.

Tenía trece años, mi hijastra, y nada estropeaba la blancura perfecta de su piel, salvo la cicatriz amoratada de su pecho izquierdo, de donde le habían arrancado el corazón hacía tiempo.

El interior de sus muslos estaba manchado de una mugre húmeda y negra.

Me miró con ojos escrutadores, escondida como estaba bajo mi manto. Me miró con avidez.

—Cintas, buena mujer —dije con voz ronca—. Hermosas cintas para tu pelo...

Me sonrió y me hizo una señal para que me acercara. Un tirón; la cicatriz de mi mano me empujaba hacia ella. Hice lo que había planeado, pero mucho más deprisa de lo que había planeado: dejé caer la cesta y chillé como la ven­dedora ambulante vieja e insensible que fingía ser, y corrí.

Mi manto gris era del color del bosque, y corrí rápido; no me atrapó.

Volví al palacio.

No lo vi. Pero imaginemos a la chica que regresa, frustrada y hambrienta, a su cueva y encuentra mi cesta que ha caído al suelo.

¿Qué hizo?

Quiero creer que primero jugó con las cintas, se las enroscó en el cabello negro como el azabache, hizo un lazo con ellas alrededor del cuello pálido o de la cintura minúscula.

Y luego, curiosa, apartó el paño para ver qué más había en la cesta y vio las manzanas rojísimas.

Olían a manzanas frescas, por supuesto; y también olían a sangre. Y ella tenía hambre. Me la imagino cogiendo una manzana, apretándola contra la mejilla, sintiendo la fría suavidad contra la piel.

Entonces, abrió la boca y la mordió...

Cuando llegué a mis aposentos, el corazón que colgaba de la viga del techo, junto a las manzanas y los jamones y los salchichones, había dejado de latir. Estaba allí colgado, silencioso, sin movimiento ni vida, y me sentí a salvo otra vez.

Aquel invierno las nieves fueron altas y profundas y tardaron en derretirse. Todos teníamos hambre cuando llegó la primavera.

La Feria de Primavera mejoró un poco aquel año. Los habitantes del bos­que eran escasos, pero estaban allí, y había viajeros de las tierras del otro lado del bosque.

Vi a los hombrecitos peludos de la cueva del bosque comprando y regate­ando por pedazos de vidrio y trozos de cristal y de roca de cuarzo. Pagaban por el cristal con monedas de plata: el botín de los actos de mi hijastra, no tenía la menor duda. Cuando corrió el rumor de lo que estaban comprando, los vecinos del lugar volvieron a sus casas a toda prisa y regresaron con sus cristales de la suerte y, en algunos casos, con hojas enteras de vidrio.

Por un momento pensé en hacer que mataran a los hombrecitos, pero no lo hice. Mientras el corazón colgara silencioso e inmóvil y frío de la viga de mi aposento, yo estaba a salvo y también lo estaba la gente del bosque y, por lo tanto, con el tiempo, la gente de la ciudad.

Era el día en que cumplía veinticinco años, y mi hijastra se había comido la fruta envenenada hacía dos inviernos, cuando el príncipe vino a mi palacio. Era alto, muy alto, con ojos verdes y fríos y la tez morena de los habitantes del otro lado de las montañas.

Viajaba con un séquito pequeño: lo bastante grande para defenderle, lo bas­tante pequeño para que otro monarca —yo, por ejemplo— no le viera como una amenaza potencial.

Fui práctica: pensé en la alianza de nuestros países, pensé en un reino que se extendía desde los bosques hasta el mar al sur; pensé en mi amor barbudo de pelo dorado, muerto hacía ocho años; y, por la noche, fui a la habitación del príncipe.

No soy ninguna inocente, aunque mi difunto marido, que fue mi rey, real­mente fue mi primer amante, digan lo que digan.

Al principio él parecía excitado. Me pidió que me quitara el vestido y que me pusiera delante de la ventana abierta, lejos del fuego, hasta que tuviera la piel helada. Luego me pidió que me echara de espaldas, con las manos juntas sobre el pecho, los ojos bien abiertos, pero mirando sólo las vigas de arriba. Me dijo que no me moviera y que respirase lo menos posible. Me imploró que no dijera nada. Me separó las piernas.

Fue entonces cuando me penetró.

Cuando el príncipe empezó a empujar dentro de mí, sentí cómo se me alza­ban las caderas, sentí cómo empezaba a ajustarme a él, presión por presión, empujón por empujón. Gemí. No lo pude evitar.

Su miembro viril salió de mí, deslizándose. Bajé la mano y lo toqué, una cosa diminuta y resbaladiza.

—Por favor —dijo en voz baja—. No debes ni moverte ni hablar. Simplemente yace ahí en las piedras, tan fría y tan hermosa.

Lo intenté, pero él había perdido la fuerza, fuera cual fuera, que le había hecho viril; y, poco después, abandoné su habitación, con el resonar de sus mal­diciones y lamentos aún en mis oídos.

Se marchó a la mañana siguiente temprano, con todos sus hombres, y se internó en el bosque.

Me imagino su entrepierna, entonces, mientras cabalgaba, un nudo de frustración en la base de su virilidad. Me imagino sus labios pálidos apretados con tanta fuerza. Después, me imagino su pequeña comitiva recorriendo el bosque a caballo, encontrándose por fin con el túmulo de vidrio y cristal de mi hijas­tra. Tan pálida. Tan fría. Desnuda bajo el cristal y poco más que una niña, y muerta.

En mi fantasía, casi siento la dureza repentina de su virilidad dentro de sus pantalones, preveo la lujuria que se apoderó de él en aquel momento, las ora­ciones masculladas entre dientes agradeciendo su suerte. Me lo imagino nego­ciando con los hombrecitos peludos, ofreciéndoles oro y especias por el her­moso cadáver de debajo del sepulcro de cristal.

¿Aceptaron su oro de buen grado? ¿O levantaron la vista y vieron a sus hombres a caballo, con sus espadas afiladas y sus lanzas, y se dieron cuenta de que no les quedaba otra alternativa?

No lo sé. No estaba allí; no estaba mirando en mi espejo. Sólo puedo ima­ginar...

Manos, que quitan los pedazos de cristal y de cuarzo de su cuerpo frío. Manos, que le acarician con dulzura la mejilla fría, que le mueven el brazo frío, que se regocijan al descubrir que el cadáver sigue fresco y maleable.

¿La tomó allí, delante de todos ellos? ¿O hizo que la llevasen a un rincón apartado antes de montarla?

No lo sé decir.

¿La sacudió para quitarle la manzana de la garganta? ¿O se le abrieron los ojos poco a poco mientras él embestía su cuerpo frío; se le abrió la boca, se le separaron los labios rojos, se le cerraron los dientes amarillos y afilados en el cuello moreno del príncipe, mientras la sangre, que es la vida, corría goteando por su garganta, llevándose el trozo de manzana, el mío, mi veneno?

Me lo imagino; no lo sé.

Lo que sí sé es esto: me desperté de noche por el corazón que volvía a latir y a palpitar. Me cayeron gotas de sangre salada en la cara desde arriba. Me senté. La mano me ardía y palpitaba como si me hubiese golpeado la raíz del pulgar con una roca.

Alguien aporreó la puerta. Tenía miedo, pero soy una reina y no quería mostrar temor. Abrí la puerta.

Primero entraron sus hombres en mi aposento y me rodearon, con sus espa­das afiladas y sus largas lanzas.

Luego entró él; y me escupió a la cara.

Por último, entró ella en mi cuarto, como lo había hecho cuando me convertí en reina y ella era una niña de seis años. No había cambiado. No mucho.

Tiró del cordel del que colgaba su corazón. Quitó las serbas, una a una; quitó la cabeza de ajos, para entonces una cosa seca, después de tantos años; luego cogió lo que le pertenecía, su corazón bombeante —un corazoncito que no era mayor que el de una cabra o una osa—, mientras la sangre rebosaba y se derramaba por su mano.

Pebía de tener las uñas tan afiladas como el cristal: se hendió el pecho con ellas, pasándolas por la cicatriz violeta. Su pecho se abrió, de repente, sin san­gre. Lamió el corazón, una vez, mientras la sangre le corría por las manos, y se lo hundió en el pecho.

Vi cómo lo hacía. La vi cerrar la carne de su pecho otra vez. Vi cómo la cicatriz violeta empezaba a desvanecerse.

Por un momento su príncipe pareció preocupado, pero de todas maneras la rodeó con el brazo, y se quedaron allí, uno junto al otro, y esperaron.

Y ella siguió fría, la flor de la muerte permaneció en sus labios, y la luju­ria del príncipe no disminuyó en ningún sentido.

Me dijeron que se casarían y que, en efecto, los reinos se unirían. Me dije­ron que yo estaría con ellos el día de su boda.

Empieza a hacer calor aquí dentro.

Le han dicho cosas malas de mí a la gente; una pequeña verdad para aña­dir sabor al plato, pero mezclada con muchas mentiras.

Me ataron y me dejaron en una celda diminuta de piedra bajo el palacio, y me quedé allí todo el otoño. Hoy me han venido a buscar a la celda; me han despojado de mis andrajos y me han lavado la mugre y luego me han afeitado la cabeza y la entrepierna, y me han frotado la piel con grasa de oca.

Estaba nevando cuando me llevaban —dos hombres para cada mano, dos para cada pierna—, completamente expuesta, fría y con los brazos y piernas abiertos, entre la muchedumbre, en pleno invierno, para traerme a este horno.

Mi hijastra estaba allá con su príncipe. Me observaba, en mi humillación, pero no decía nada.

Cuando me metían dentro, burlándose y bromeando mientras lo hacían, he visto un copo de nieve que se posaba en la mejilla blanca de mi hijastra y se quedaba allí sin derretirse.

Han cerrado la puerta del homo detrás de mí. Cada vez hace más calor aquí dentro y fuera están cantando y gritando entusiasmados y golpeando las pare­des del horno.

Ella no estaba riéndose ni burlándose ni hablando. No me ha mirado desde­ñosa ni se ha apartado. No obstante, me ha mirado; y por un momento me he visto reflejada en sus ojos.

No gritaré. No les daré esa satisfacción. Tendrán mi cuerpo, pero mi alma y mi historia son mías y morirán conmigo.

La grasa de oca empieza a derretirse y a brillar sobre mi piel. No haré nin­gún ruido. No pensaré más en esto.

En cambio, pensaré en el copo de nieve sobre su mejilla.

Pienso en su cabello negro como el carbón, sus labios, más rojos