Por Orlando V. Peréz

                    A Jorge Luis Machado, in memoriam

Eres ese alado ser trayendo luz
y por eso no te apagas.
Renaces en la esquina de cada amanecer
con una espiga luminosa,
a veces un incendio,
y otras, como una
vaguedad latiendo.

Ese que llueve a borbotones
y baña de un perfume raro
los mares, los ríos, los arroyos,   
los techos, las aceras y las calles.

Eres esa mano de Dios que ordena florecer
cuando más se alarga la paciente sombra
y más resuenan
los metales de la aurora.

Ese que estampó
cuatro letras en el pecho de un niño
y saltó de la foto a la adultez,
atleta que pasó corriendo por las aulas
con un lumínico balón
a que la gente delirara.

Eres ese alado ser dotado de una voz
que “fuera divina si no fuera tan humana”.
Ese
que fascinó con su canto
al agua, al fuego, al cielo, a los celajes,
al alma misteriosa de una pletórica mujer.

Ese alado ser escardando los retoños
para cumplir el mandato de multiplicarse y crecer,
y más crecer y más multiplicarse.

Ese encantador que reconstruye con solo dos palabras
las perdidas ilusiones bogando hacia una ínsula
que llaman Utopía.

¿Quién entonces inventó la falacia
si hasta tus huesos cantan sobre un cotidiano tablero de ajedrez?
Porque llevas en las manos plomada y cartabón
a reunirte con el Gran Arquitecto
con sabia sencillez:

Donde forjaron amor
allí fue donde naciste,
y en esa gracia creciste
con cuerdas de ruiseñor.
Fuiste apagando el dolor,
fuiste encendiendo la vida,
y por eso es que te cuida
del óxido del olvido,
un reloj que ha sacudido
el polvo de la partida.

Una esperanza rota se rehace en cada surco
             allí donde la fuente
                                mana un agua cristalina.