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Por Maritza González

 

Romelia le había enseñado la magia de las hierbas y los poderes secretos de la luna. Le orientó que hiciera una vela con cera de su finca, de dos metros de largo; mandó a fabricar toneles de maderas olorosas, y le dijo que preparara el mejunje, cuando la luna asomara sus cuernos finos por el norte. Tenía que entrar a la casa de tabaco, con su gigantesca vela prendida, y luego echar dentro de los barriles dos cubos de vino tinto, una güira madura, una libra de anís estrellado, tres gotas de orina inocente, diez ramas de hinojo, un puñado de santajuanas y un ojo de buey; con una vara de cañabrava debía batir el alucinante brebaje hasta que empezara a burbujear; luego sumergía el tabaco, lo dejaba toda la noche hasta el otro día, y cuando el sol estaba en el mismo corazón del cielo, lo sacaba, lo sacudía y lo empacaba en tercios durante cuarenta días… y desde entonces los fumadores labran la tierra cantando; los solterones, a quienes la timidez les había secado la juventud, se hicieron de esposas, y Santana, al que un trueno había dejado la mirada y la cabeza tiesa a la derecha por más de veinte nochebuenas, enderezó su camino a la primera bocanada.